Septiembre se tiñe siempre de
gris, llega atropellado, se impone asfixiante y estremece. Nada tiene que ver
con el inicio del curso o el final del verano y de las vacaciones. En absoluto.
Tiene que ver con la muerte y es así desde que tengo uso de razón. Quizá por
eso esperé a este mes a leer a Delphine Horvilleur, en Vivir con nuestros muertos,
para que aliviara este mal dormir y deseando que impusiera una luz distinta.
Mi abuela materna murió en el septiembre
de mis seis años. Recuerdo que nadie supo explicarme dónde había ido. Recuerdo
que me negaron ir al cementerio y me dejaron jugando a la comba con mi abuelo
paterno, que nada quiso explicarme tampoco. Leo a Horvilleur sobre la torpeza
en las palabras de los que se quedan, de los que deben dar pésame, de los que han
de explicarles a los niños qué sucede. Ese fue mi primer contacto con un adiós irreversible,
luego vendrían tantos y tantos otros. Tantos que se unieron a otras torpezas, a
nuevas negativas de acompañar en el duelo, a momentos tremendos por no saber
afrontar la despedida o entender el viaje. “Después de la muerte, cada uno de
nosotros cae en la pregunta, y deja a los demás sin respuesta.”
Mi tío también murió trágicamente
un septiembre. Y Obi. Es un mes que nunca acostumbra a pintarse de rosa, que
poco abriga, que poco mece, que poco relaja. Este está siendo complejo y leo a
la rabina y, aún sin terminarlo, presiento que se une a mi visión de la muerte,
que la fortalece, que asiente a mis planes. Hay que organizar también qué sucederá, facilitar a los que se quedan esa misión.
Tras mi retahíla de despedidas y mis experiencias en tanatorios y cementerios desde muy joven forjé un plan, un pensamiento en un principio tan solo, para ese momento. Vivir con nuestros muertos me ha
clavado en el suelo y me ha dado la razón. “Quizá necesitamos asegurarnos de
que nuestra memoria permanece fiel a la complejidad de su existencia, que nunca
se resume en el componente trágico de su interrupción. […] Lo que sea con tal
de que en nuestro entierro se nos permita no ser reducidos a nuestras muertes y
transmitir cuán vivos estuvimos en vida.”
En muchos sepelios se confeccionan listas infinitas de las cosas que aquella persona ya no podrá hacer, ya no podrá vivir, ya no podrá sentir. He intentado luchar siempre contra eso, supongo que por la necesidad de memorizar las vivencias que sí tuvieron, los momentos compartidos.
No explicaré ahora mis planes, pero sí os revelo la música que espero que suene (dadle al play arriba) y mi deseo por que pensaran en lo
que sí he vivido, en lo que sí he sido o sentido. En cómo me gustaba el vermú o las aceitunas o las lentejas o
el helado de turrón, tender la ropa al sol o dormir la siesta. En cómo Vic
dejaba mis piernas hechas trizas y parecía constantemente que saliera del huerto. En
cómo la lectura me hizo ser la mujer que era. En cómo me enamoraba día tras día
del color del cielo. En cómo me sanaba poner los pies en el agua del Pirineo o cerrar los ojos ante el mar. Porque somos mucho
más que nuestras muertes, porque suena el vals, porque un breve fragmento de la
mañana puede poner la música y no reducirnos a lo trágico.