“Quizá sea este el verdadero legado de Shackleton: hacernos entender que
las fuerzas hostiles de este globo pueden ser domadas; que no hay más que
enfrentarse a las olas, plantarle cara al viento, que el frío es una palabra
muy pequeña en casi todos los idiomas, pero el amor, en cambio, no entiende de
distancias ni de rumbos, que al enfrentarse a él toda determinación es poca y los
planes no sirven para nada”.
Clark,
Ben. Los últimos perros de Shackleton.
Refugio de Amitges |
Hay quien afirma que los alpinistas, los montañeros o los exploradores no
son personas con don de palabra o de sentimiento para expresar literariamente
sus hazañas. Siempre he pensado lo contrario y que, en el caso de no tener esa
facilidad, su propia proeza ya es poesía. Son poetas que escriben versos a cada
paso que dan. Ben Clark lo explicó
a la perfección en la introducción de su poemario Los últimos perros de
Shackleton. Él que se había dado cuenta de cómo Sir
Ernest Henry Shackleton, el explorador del hielo, el que no tenía miedo a cruzar
el continente helado de punta a punta atravesando el polo, el que bautizó un
monte con el nombre de su amor platónico, fue el hombre que triunfó en lo
imposible y fracasó en lo que parecía más sencillo. Porque su vida
representaba, ciertamente, la línea del amor. El esfuerzo, la odisea, hasta que
se rompió el corazón de verdad y su enamorada se quedó esperándolo por siempre
en tierra firme.
George
Mallory, el alpinista de los grandes retos, el llamado poeta de las
montañas que frecuentaba el grupo
Bloomsbury junto a Virginia Woolf, para quien la ascensión era como una
sinfonía, no tuvo una vida más dichosa que el Sir. Murió sin que el mundo
supiera si ascendía o descendía ya del Everest. ¿Puede haber mayor desgracia
para quién es ese el propósito de su vida? Se encontró su cuerpo a pocos metros
de la cima, pero aunque existan indicios de que su perecer fuera en el descenso,
nada lo corrobora. ¿Eso no es poesía? ¿No implica eso ya una rima perpetua en
su misión? Nadie puede negarlo.
Refugio la Colomina |
Así, como ellos, cuando cada uno de nosotros asciende cualquier cima debe
sentirse poeta de esos montes. Porque vives su aire, su verde, el azul del
cielo, el respirar distinto. Eres minúsculo ante la inmensidad de las
montañas. Por mínima que sea la altura que alcanzas, una vez arriba, la
gesta se convierte en una fotografía imborrable. Recuerdo mi primera llegada a
un refugio. Tal vez no fuera ese el inicio, pero sí el que tengo
almacenado en mi disco de nostalgia. Agradezco a mi madre que inmortalizara ese
momento. Nos acogió el refugio de la Colomina
con la niebla y los brazos abiertos. Entonces pensé que era un logro de gigante
lo que había conseguido, nada tan lejos de la realidad. Ahora, cuando intento caminar y caminar al menos una ocasión al año, siempre me vuelve esta imagen
que vergonzosamente os enseño. Esa estampa
que me dice que una es capaz de todo porque como dijo Mallory “la manera de
llegar a la cumbre cuenta tanto como el hecho de coronarla”. Porque el camino
importa, porque es todo un gesto de amor como insistió el Sir.
Esta vez me acogió el Refugio de Amitges y volví a sentir esa punzada. Exhausta, pero risueña. Porque los que consiguen reseguir caminos con sus botas, los que pintan las nubes a su paso, los que se paran a memorizar el tomillo del sendero y recuperar a quien les recuerda, los que se encandilan con el color de las mariposas, los que una vez arriba se sientan, cierran los ojos y se dicen como Shackleton… Porque resistimos, conquistamos. Esos, también son poetas.
Quins dies més guays els de les excursions amb germans m'encanta la foto del refugi!
ResponderEliminarUn dia faré un post de tu, la meva lectora. Gràcies, bonica! S'han de remirar sempre aquestes fotos, busca les teves, segur que són molones també!!!!
EliminarJajaja un post de mi diu q bona. És com un ritual dels dilluns per mi ja!
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