El verano es un paréntesis cruel. Es un tiempo de sal, de
sol y de meriendas. La rutina se atenúa y una debe reaprender a organizar los
momentos que no vuelven. Hablar con gente distinta, hacer planes imposibles en
invierno, lecturas más espesas porque hay tardes de sobras, jornadas que parecen infinitas porque la luz se resiste a abandonarlas. He dicho
cruel porque supone un esfuerzo de vivir como si lo establecido no existiera,
como si todo se hubiera desvanecido y la nueva dimensión exigiera algo nuevo.
Siempre exigiendo.
Szymborska
decía que “nada sucede dos veces / ni va a suceder, por eso / sin experiencia
nacemos / sin rutina moriremos.” “No es el mismo ningún día, / no hay dos
noches parecidas, / igual mirada en los ojos, / dos besos que se repitan.” La
polaca tenía razón. Aún más en verano, porque hay otros meses que pueden ser
similares, pero estos dos no. Estos, no. Nos cambian las personas con quienes
compartimos los días de horarios. Desaparecen, se esfuman con las olas. Los
arrastra la brisa y son engullidos por las horas de sol. No se ven, no se
escuchan. Ni las caracolas nos acercan los susurros. Nada. Los del verano son diferentes,
tal vez otros que no han aparecido durante el curso. ¿Dónde estaban escondidos?
¿Por qué aparecen ahora? Solo ahora. Luego, también se irán.
Es tiempo de nostalgia. De recordar los veranos de la niñez,
en los que daba ilusión perder de vista lo cotidiano para abrazar lo que
esperábamos todo el año. Vuelven los recuerdos de los que ya no están. Los de
la boina, la de los ositos en el bolsillo del delantal, la de las tostadas de
pan con mantequilla. Regresan las tardes de Tour de Francia, la persiana casi
al límite para ocultarse del calor, los helados de madrugada. El correr por
callejuelas del Pirineo durante la siesta, espacio sagrado de silencio que
nosotros nos guardábamos en el bolsillo por ser nuestro mientras todos dormían.
Cesaban las cartas, el estío no daba lugar a la correspondecia, porque estabas
con aquellos a quienes escribías. Con el bochorno de esos días se hacían reales
los remitentes del invierno. Esos eran los que sustituían a los de la rutina.
Esos.
Ahora con el frío tampoco hay cartas. No vienen los
remitentes porque no existen. Se escurren los habituales y aparecen brutalmente
otros, los sustitutos. Con los que compartir los días eternos, las puestas de
sol, la marca del bañador, la picadura de la ortiga a la que llenar de barro;
porque la de las tostadas nos dice al oído que es el mejor remedio. La ropa se
seca en un suspiro, las plantas se ahogan, los libros se suceden
contando los días que pasan de esos dos meses crueles. Meses crueles que han engullido a todos
los borrosos con los que compartimos la vida.
Foto: Esther Martínez Borobio. Charles River, 7 de abril de 2011. |
Benvinguda!!! Pensó en els meus estius i em dóna per pensar si les meves filles els enyoraran com jo!!
ResponderEliminarSegur que enyoraran els estius, són els què els hi estàs construint a poc a poc, segur que valen la pena i el seu record és increïble!!!! tenen una mami creadora de records, no ho dubtis!!!
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