Lámpara previa al salón de la pensión regentada por Luisa Torrego en Segovia. Hospedado allí Antonio Machado del 1919 al 1932. Foto: agosto '18. |
Debía tener cinco o seis años cuando mi abuelo me dio la única lección que recuerdo. El aragonés me apartó de la televisión y me sentó en el sofá. Cogió mis manos entre las suyas y dijo que los ojos eran el mayor tesoro que teníamos, tesoro que debíamos cuidar, tesoro que había que guardar como oro en paño. Años después empezó a perder visión. Acabó con los ojos color blanco y murió ciego. Su mayor riqueza lo abandonó y quedó perdido entre tinieblas.
Me dijo que no olvidara jamás la distancia prudencial al
televisor y que siempre, siempre, siempre, tuviera ni que fuera una lucecita
encendida a su vera. Nada de ver la pantalla a oscuras, nunca. Me transmitió la
idea de la importancia de la luz artificial, cuando la verdadera de afuera está
ya difusa. Me enseñó a valorar ese amarillo luminoso que ayuda a nuestros ojos
y los mantiene vivos cuando el sol ya descansa.
Cuando empecé a leer tuve claro que debía tener esa lámpara
para mis noches de lectura, para los inviernos de niebla, para conseguir el
resplandor en la oscuridad durante el descanso. Exigí ya de muy niña la mejor
iluminación, tanto de techo como de mesa, escogía en todas las ocasiones cuáles
de ellas cuidarían de mi vista. Estudiaba el color de la bombilla, cómo esta
cambiaba el reflejo de los visillos o cómo creaba las sombras en la pared. Por
eso las treinta páginas de Chacel sobre la luz en Barrio de Maravillas, me
dejaron completamente absorta y emocionada, porque estudiaban su trayectoria e
importancia, como antaño me había revelado mi abuelo. Porque la
pucelana hablaba de “... la luz necesaria, confundida con los aromas, abdica
de su silencio – silencio de barrio sin gran tráfago: solo pregones suben de la
profunda calle – y acoge el ruido laborioso de una máquina Singer.” Porque esa
tenue claridad que nos acompaña ya con la luna encendida es primordial para
refugiarnos junto a las páginas del libro. Máquina de coser de fondo, agujas
tintineantes, cucharas que remueven el té aunque no tenga azúcar, ronroneo de
gatito que se tapa la cara porque sabe que necesitamos de esa llama eléctrica
aunque perturbe su sueño. Porque Joaquín nos dijo que así cuidaríamos el mayor
de nuestros tesoros.
Mi lámpara. La que aún ilumina 30 años después mi primera habitación.
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Muchos escritores han confesado sus delirios nocturnos para escribir y yo siempre los he imaginado junto a sus lamparillas, cercanas a sus páginas, iluminados y escribiendo mientras hacían danzar las sombras de su mano. He recreado en mi mente esos candiles o esos focos alumbrando los poemas o los textos que luego leería yo, sabiendo que fueron escritos bajo una luz especial, una que los resguardaba del peligro de dañar sus ojos.
Recorrer la casa de Machado en Segovia fue lo que me hizo
recordar las enseñanzas de mi abuelo. Constantemente conmigo pero en esa visita
lo clarificó todo. Ver una a una las lámparas que allí había, encendidas, que
iluminaron sus sobremesas, que cuidaron de su inspiración noche tras noche de
creación, que calentaron las largas tardes de invierno. Cada una de ellas
formaba un escenario, recreaba una postal con el poeta, daba vida a un
recuerdo en el que era necesaria la ayuda del quinqué. ¡Amarga luz a mi rincón
oscuro! que diría Don Antonio. Luz necesaria, pero no pura, luz urgente en la
oscuridad, pero no real sino forzada. Luz, al fin y al cabo, maestro.
Lámpara del cuarto de Antonio Machado durante su estancia en Segovia. Foto: agosto '18. |
Seguramente habrá gente, algunos de vosotros, que no den la
mínima importancia a estos objetos colgantes que lo dan todo a un solo clic.
Puede que no le encontréis la magia, ni la necesidad. Tal vez nunca os hayáis
parado a pensar en si son o no útiles para la protección de vuestros ojos.
Pensad entonces en todos los momentos en los que un mínimo destello os lo ha
iluminado todo, pensad entonces la claridad con la que pudieron escribir
aquellos que ahora leéis, pensad entonces; como decía Chacel, en esa luz que se
refleja en las paredes como si fuera el azul del cielo.
Título: versos "Luz del alma, luz divina, / faro, antorcha,
estrella, sol..." Machado, Antonio. Proverbios y cantares.
Quin bon consell d’avi!
ResponderEliminaroi que sí? i fixa't! casi 40 anys i no porto ulleres, al tanto!!!
EliminarPuede que nuestros mayores no tuvieran grandes estudios, pero eran dechados de sabiduría. Poseían un sentido común, que ahora se echa en falta en nuestra sociedad actual porque éste es el menos común de los sentidos...
ResponderEliminarCierto, Rosa. Eran palabras sabias de lo que había aprendido de la vida, ahora ni siquiera transmitimos lo que vamos aprendiendo... Un abrazo.
EliminarLes teves paraules sí que il·luminen. M'encanta el llum de la teva primera habitació.
ResponderEliminarFloreta, m'he emocionat i tot de veure't aquí. Ja saps que som llum, tu i jo som llumetes com la de la meva habitació! Gràcies!!!
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