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lunes, 1 de octubre de 2018

El eco que chirría

Esther sin ruido. Aínsa, septiembre '18.
Tomé esta foto en mi fin de semana en el Pirineo aragonés. Me gusta fotografiar mi reflejo, sobre todo por el juego posterior de edición de la imagen y cómo hacerlo me devuelve una Esther que parece no estar en lo que capta el objetivo, pero sí lo está. La que veis es la imagen que obtuvo la lente. Es un yo colorado que a una la lleva a pensar si eso que ve la cámara es lo que ve el resto de la gente de ella, como decía Chacel en el relato “Figuraciones” de Sobre el piélago: “nadie puede responder más que de su mirada propia, aunque vea que los otros están de cara a aquello que se ve. ¿Quién sabe lo que ven de aquello?” ¿Quién me asegura que se me vea así como soy? Como creo que yo soy en realidad, claro.

Los ojos de la gente nos dibujan a su manera, desde afuera todo se pinta de otro color. Mi tío Quim me vivía diferente también. Creo que ya de niña descubrí esa mirada cómplice y dejé que me adoptara como nieta postiza porque sus ojos veían una pequeña que a mí me gustaba ser. Tal vez no era la misma en mis veranos en la montaña, a lo mejor tan solo era la que él veía y no la de la ciudad. Terminaba de comer y corría a casa de mis tíos. Comían temprano y a la hora de la siesta la casa estaba en tal penumbra que me hacía entrar de puntillas en el salón. Ellos ya estaban listos. Quim sentado en un lado del sofá, pies en alto en una silla frente a él, ojos cerrados y pala mata-moscas en la mano. Dormía, roncaba con unos soplidos ensordecedores, y aun así agitaba la pala y mataba todo bicho que perturbara su sueño. Le olían a demonios los pies descalzos, siempre calcetines puestos, pero igualmente yo me sentaba a su lado aguantando el olor porque no podía perder aquellos momentos. Sabía ya que no regresarían todos los veranos. La tía Mercè, rulos puestos para tener el pelo listo avanzada la tarde, se sentaba en una silla muy cercana al televisor. Dábamos al play, la telenovela empezaba. Ese ritual era diario en mis veranos con ellos. Mis primeras series fueron allí, con los soplidos, las moscas y el olor de pies. La oscuridad, que yo siempre evitaba abriendo el porticón, nos acogía a los tres en aquella sala ajenos al mundo, al resto del pueblo, al Pirineo entero. Daba igual qué hicieran los demás, yo hacía allí de nieta, nada más. Hace dos días que mi tío Quim ya no está. Ya no sopla, ni le huelen los pies. Y yo, que agolpo y recopilo todos los recuerdos, me pregunto si él me veía en ese rojo imaginario o realmente sabía cómo era yo.

Hace unos días, me aconsejaron que aceptara que me dijeran cosas bonitas. Que debía aprender a recoger los halagos, a creerlos, también, a guardarlos en una cajita y no olvidarlos. Pero es entonces cuando dudo del color con que me ven. ¿Somos conscientes de cómo nos visualizan? ¿Ponen ellos el filtro? ¿Somos cómo ven o cómo miramos desde dentro? Sara Herrera Peralta dijo que “somos cáscara, / algo que cuelga con pinzas / en el tendedero, / movidos por el aire, / hartos de tanto miedo.” Y una se pregunta si es el miedo el que la tapa, el que la vuelve roja, el que le pone el filtro hasta a la lente de la cámara. 

Porque no debiera alejarse tanto lo que una cree que es de aquello que le dicen ser. Acaso sea real lo que apunta Miguel Ángel Hernández en El dolor de los demás que: “La memoria del cuerpo acaba pasando factura y no desaparece jamás. Está detrás de los gestos, de la manera de moverse, de sentarse, de mirar a los demás, incluso en la forma de pensar el mundo.” Porque uno se hace una imagen propia y puede que no sea así solo por el miedo, sino también por la rutina, por la propia memoria del cuerpo, de la mirada que posamos sobre nosotros mismos. Debemos estudiarnos bien, ojearnos con la conciencia puesta en atender a cómo nos ven los otros. Quim ya no está, su mirada se ha perdido, pero sé cómo me observaba y lo que veía. Quizá deba creerlo.

Aplicando tan solo el contraste en la foto inicial, aparece la que veis. También soy yo. Más nítida, más definida. La primera imagen no tenía ruido, esta está llena de él. Atendámoslo a ver qué dice porque Herrera Peralta escribía que “el eco chirría, / nunca el silencio / fue tan revelador” Así que puede que si me ven sin ruido y colorada, sea ese el reflejo real de la que escribe.

Esther con ruido. Aínsa, septiembre '18.

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