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martes, 18 de febrero de 2020

Los amantes perfectos se intercambian los sueños

Suena el timbre de manera insistente. No sé qué hora es. Por fin dormía. Voy hacia la puerta y encuentro a mi madre. Vive a kilómetros de casa, ¿cómo ha venido hasta allí? Viste el batín con el que sale a visitar a las vecinas del rellano. Extiende la mano y me acerca su teléfono inalámbrico. ¿Cómo llega el fijo hasta mi casa? Pongo el auricular en mi oreja e intento atender el otro lado. Mi madre me avisa de que han llamado en incontables ocasiones durante la noche.

- ¿Diga? – mi voz no sé si suena o si hablo para dentro todavía, pero alguien me responde.
- Aquí el Juzgado de Murcia. Usted ha llamado 150 veces el último mes al número 728696, ¿es eso cierto? – intento recordar a quién corresponde dicho número y asiento.
- Sí, hice esas llamadas.
- La familia ha aparecido muerta en su domicilio. Usted es la principal sospechosa.

Se me apodera la angustia, junto a mi despeinado, mi pijama febril y mi falta de calcetines. "Como si fuera un fantasma ingrávido, un espectador accidental". Así narraba Marc Marie cómo le sorprendía el pasear junto a Annie Ernaux por la playa, cómo era casi un milagro que estuvieran caminando por la arena, cómo ella estaba allí como podía no haberlo estado. Como yo en aquel momento ante la puerta. ¿Estaba o era un fantasma ingrávido? ¿Sentía ese frío en los tobillos y esa necesidad de doble calcetín o era mentira?

Intento convencer al señor malhumorado del teléfono de que yo solo quería pedir libros. Que solo había deseado, como leía anoche a Carlota Gurt en Cavalcarem tota la nit, un océano de libros y leer sin sacar la cabeza ni para respirar. Como si estar bajo ese agua con un libro diluyera la pena. Como si leer nos liberara de todo, consiguiera que no pusiéramos el freno, nos diera la paz que no consigue la rutina. Lo decía Gurt, yo me lo creía, y por eso hacía pedidos al librero. Le digo, con base sólida en palabras de Leila Guerriero, que "los libros sirven para una sola cosa: para salvarnos la vida". Nunca para acabar con ninguna. ¿Cómo iba yo a matar al librero si lo que buscaba en él era el auxilio? No tenía sentido. Pude argumentar con decenas de citas lo que suponían para mí las más de cien llamadas al librero.


Me despierto sobresaltada, sudada, con restos de fiebre y de olor a Vicks VapoRub. Es domingo. No grito el buenos días para avisar a los despiertos de que ya estoy aquí. Tengo otra urgencia. Localizo mi móvil y a oscuras, aún sin saber si estoy menos o más congestionada que anoche, abro Twitter para confirmar que vive el librero. Hace exactamente 10 minutos ha tuiteado sobre Richard Ford. El librero está vivo.

¿Por qué soñamos lo que soñamos? ¿De qué nos avisa? ¿Dónde quiere llevarnos? Tras la confirmación de que fue un sueño, que me acompañará toda la jornada dominical, pienso si ha sido una subida de fiebre, la congestión o la propia somatización. Comprobar la necesidad de aquello que nos socorre, asimilar la ligera línea que nos separa del miedo, pensar si realmente estamos ya despiertos o si el delirio hace días, semanas, que convive con nosotros. 

"Siento que hay en mí una grieta donde el sol no penetra jamás, un lugar helado y frío del que ignoro hasta el nombre". Caroline Lamarche explicaba así en La memoria del aire, cómo tenemos pequeños rincones en los que preferimos no hurgar, los que acaban somatizando en gripes, catarros y fiebres de fin de semana. Sueños que aparecen para decirnos que tal vez la lectura no nos salve de todo, aunque el librero siga vivo. Sueños que quizá compartimos, aunque no lo digamos. Sueños que nos hacen preguntar si vivimos despiertos, dormidos o en constante duermevela. ¿También tú mataste al librero en tu sueño? 

*título: verso de Rafael Pérez Estrada.

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