Suena
el timbre de manera insistente. No sé qué hora es. Por fin dormía. Voy
hacia la puerta y encuentro a mi madre. Vive a kilómetros de casa, ¿cómo ha
venido hasta allí? Viste el batín con el que sale a visitar a las vecinas del
rellano. Extiende la mano y me acerca su teléfono inalámbrico. ¿Cómo llega el
fijo hasta mi casa? Pongo el auricular en mi oreja e intento atender el otro
lado. Mi madre me avisa de que han llamado en incontables ocasiones durante
la noche.
- ¿Diga? – mi voz no sé si
suena o si hablo para dentro todavía, pero alguien me responde.
- Aquí el Juzgado de
Murcia. Usted ha llamado 150 veces el último mes al número 728696, ¿es eso cierto?
– intento recordar a quién corresponde dicho número y asiento.
- Sí, hice esas llamadas.
- La familia ha aparecido
muerta en su domicilio. Usted es la principal sospechosa.
Se me apodera la
angustia, junto a mi despeinado, mi pijama febril y mi falta de calcetines. "Como
si fuera un fantasma ingrávido, un espectador accidental". Así narraba Marc Marie cómo le
sorprendía el pasear junto a Annie
Ernaux por la playa, cómo era casi un milagro que estuvieran caminando por
la arena, cómo ella estaba allí como podía no haberlo estado. Como yo en aquel
momento ante la puerta. ¿Estaba o era un fantasma ingrávido? ¿Sentía ese frío en los tobillos y esa
necesidad de doble calcetín o era mentira?
Intento convencer al
señor malhumorado del teléfono de que yo solo quería pedir libros. Que solo
había deseado, como leía anoche a Carlota Gurt en Cavalcarem
tota la nit, un océano de libros y leer sin sacar la cabeza ni para
respirar. Como si estar bajo ese agua con un libro diluyera la pena. Como si leer nos liberara de todo, consiguiera que no pusiéramos el freno, nos diera la paz que no consigue la rutina. Lo decía
Gurt, yo me lo creía, y por eso hacía pedidos al librero. Le digo, con base
sólida en palabras de Leila Guerriero,
que "los libros sirven para una sola cosa: para salvarnos la vida". Nunca para
acabar con ninguna. ¿Cómo iba yo a matar al librero si lo que buscaba en él era
el auxilio? No tenía sentido. Pude argumentar con decenas de citas lo que
suponían para mí las más de cien llamadas al librero.
Me despierto
sobresaltada, sudada, con restos de fiebre y de olor a Vicks VapoRub. Es domingo.
No grito el buenos días para avisar a los despiertos de que ya estoy aquí. Tengo
otra urgencia. Localizo mi móvil y a oscuras, aún sin saber si estoy menos o
más congestionada que anoche, abro Twitter para confirmar que vive el librero.
Hace exactamente 10 minutos ha tuiteado sobre Richard Ford. El librero está
vivo.
¿Por qué soñamos lo que
soñamos? ¿De qué nos avisa? ¿Dónde quiere llevarnos? Tras la confirmación de
que fue un sueño, que me acompañará toda la jornada dominical, pienso si ha
sido una subida de fiebre, la congestión o la propia somatización. Comprobar la
necesidad de aquello que nos socorre, asimilar la ligera línea que nos separa del
miedo, pensar si realmente estamos ya despiertos o si el delirio hace días,
semanas, que convive con nosotros.
"Siento que hay en mí una grieta donde el sol
no penetra jamás, un lugar helado y frío del que ignoro hasta el nombre". Caroline
Lamarche explicaba así en La memoria del
aire, cómo tenemos pequeños rincones en los que preferimos no hurgar, los
que acaban somatizando en gripes, catarros y fiebres de fin de semana. Sueños
que aparecen para decirnos que tal vez la lectura no nos salve de todo, aunque
el librero siga vivo. Sueños que quizá compartimos, aunque no lo digamos. Sueños
que nos hacen preguntar si vivimos despiertos, dormidos o en constante
duermevela. ¿También tú mataste al librero en tu sueño?
*título: verso de Rafael Pérez Estrada.
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