“Subo y bajo incasablemente las
orillas del Duero, mi río –porque rocía mi cuna, porque en él se refleja el más
bello paisaje que conozco, porque es joven, porque es una realidad y un símbolo
portugués, porque es peninsular… Torrente sin gorjeos líricos, espejo regalado
a los Narcisos, tormento líquido– no me basta con saberme todo eso de memoria.
Necesito comprobarlo siempre que puedo, oyendo gemir a las barcas, sumergiendo
mis ojos en sus cascadas lodosas, testimoniando la furia de sus remolinos. Es
el regreso inconsciente del poeta al hombre y del hombre a lo que le es
elementalmente vital. Al suero, a la hemoglobina, al latido…”
A bordo de un tranvía se llega directamente a un
lugar de ensueño en Portugal. El traqueteo de las vías te lleva desde el centro
de Oporto al Foz de Douro.
La desembocadura del río, allí donde el Duero hace el amor con el Atlántico.
Donde la pasión se convierte en la furia de las olas, donde la dulzura se
transforma en sal y el agua gime al encuentro de un cuerpo contra el otro. Como
decía Torga, no hay suficiente con memorizarlo, hay que llegarse a comprobarlo.
Hay que vivir el ímpetu de esa unión porque es como el suero que lo revitaliza
a uno, como el latido necesario para seguir. No hay que perderse ese frenesí,
el olor a sal, la fuerza de las olas, el viento, el agua en la cara. Nadie se
escapa. Sentarse cerca del faro y sentir la humedad en tu piel, como la de los
amantes que presencias en silencio. Cómo no llegar hasta ahí…
Tal vez sea ese continuo
contemplar el idilio entre su río y el mar el que los ha hecho ser unos
románticos. Quizás por ello escriban historias en las fachadas de los edificios
religiosos o políticos, sobre baldosas, para dejar constancia de todo lo que ocurra,
como hace el Duero. Hay que acercarse a todas esas iglesias y admirar esa
azulejería, primero, y el pan de oro interior, después. Oporto está plagada de
ellas, todas gratuitas menos una. A esa también debéis ir. La Iglesia de San Francisco
oculta bajo su caminar las catacumbas de la ciudad. Impresionante construcción subterránea
que narra los siglos del pasado portuense. El resto de templos religiosos se rigen todos por el mismo patrón, exceptuando la
Iglesia
del Carmen de Coímbra que luce sus azulejos en el interior. ¡Una maravilla!
El origen de estas baldosas en
Oporto, a diferencia de Lisboa, fueron sus relaciones con los orientales hacia
el S.XVI. Ellos les enseñaron el arte de la tinta y a partir de entonces no
pararon de contar historias, a la vez que aprendieron que recubrir sus casas
con dicho material las protegía del salitre y del duro viento atlántico. Así se
decidieron a decorar sus fachadas y obligarnos a nosotros a alzar la
vista a cada paso. Asombrarnos con los colores, con los trazos geométricos, con
los destellos en ser sorprendidas por los rayos de sol. ¡Oporto siempre brilla!
El interior de las iglesias
contiene el llamado pan de oro. No deja de ser madera recubierta de pintura
dorada. Unos trabajos milimétricos y cuidados donde siguen contando historias.
La mayor curiosidad es la zona reluciente. Justo al nivel de nuestros ojos reluce cual oro
puro, el resto casi en el cielo ya más oscuro. Álex, portugués de origen, nos explicó el
porqué. Se debe a que las mujeres portuguesas tradicionalmente eran muy
bajitas, encargadas ellas de limpiar solo a la altura que alcanzaban sus manos.
Su abuela, ciertamente, mide 1,20m. Curiosidades que hacen vivir el esplendor
de manera distinta.
De eso mismo se trata viajar, de
la curiosidad. Despertar la intriga y el querer saber más sobre el nuevo suelo
que caminamos. Desandar el pasado de esas gentes que habitan las ciudades.
Dejarse atrapar por el agua de sus ríos, por sus antepasados, por los destellos
de sus casas. Todo ello amenizado por las gaviotas, recordad que es su ciudad.
Em fas agafar ganes de maleta i cap allà!!! Bon día!
ResponderEliminarFes-laaaaaaa!
EliminarJo vinc amb tuuuuu!
Bona tarda, bonica!