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lunes, 14 de agosto de 2017

Memorias de Oporto (II)

“Subo y bajo incasablemente las orillas del Duero, mi río –porque rocía mi cuna, porque en él se refleja el más bello paisaje que conozco, porque es joven, porque es una realidad y un símbolo portugués, porque es peninsular… Torrente sin gorjeos líricos, espejo regalado a los Narcisos, tormento líquido– no me basta con saberme todo eso de memoria. Necesito comprobarlo siempre que puedo, oyendo gemir a las barcas, sumergiendo mis ojos en sus cascadas lodosas, testimoniando la furia de sus remolinos. Es el regreso inconsciente del poeta al hombre y del hombre a lo que le es elementalmente vital. Al suero, a la hemoglobina, al latido…”

A bordo de un tranvía se llega directamente a un lugar de ensueño en Portugal. El traqueteo de las vías te lleva desde el centro de Oporto al Foz de Douro. La desembocadura del río, allí donde el Duero hace el amor con el Atlántico. Donde la pasión se convierte en la furia de las olas, donde la dulzura se transforma en sal y el agua gime al encuentro de un cuerpo contra el otro. Como decía Torga, no hay suficiente con memorizarlo, hay que llegarse a comprobarlo. Hay que vivir el ímpetu de esa unión porque es como el suero que lo revitaliza a uno, como el latido necesario para seguir. No hay que perderse ese frenesí, el olor a sal, la fuerza de las olas, el viento, el agua en la cara. Nadie se escapa. Sentarse cerca del faro y sentir la humedad en tu piel, como la de los amantes que presencias en silencio. Cómo no llegar hasta ahí…


Tal vez sea ese continuo contemplar el idilio entre su río y el mar el que los ha hecho ser unos románticos. Quizás por ello escriban historias en las fachadas de los edificios religiosos o políticos, sobre baldosas, para dejar constancia de todo lo que ocurra, como hace el Duero. Hay que acercarse a todas esas iglesias y admirar esa azulejería, primero, y el pan de oro interior, después. Oporto está plagada de ellas, todas gratuitas menos una. A esa también debéis ir. La Iglesia de San Francisco oculta bajo su caminar las catacumbas de la ciudad. Impresionante construcción subterránea que narra los siglos del pasado portuense. El resto de templos religiosos se rigen todos por el mismo patrón, exceptuando la Iglesia del Carmen de Coímbra que luce sus azulejos en el interior. ¡Una maravilla!

El origen de estas baldosas en Oporto, a diferencia de Lisboa, fueron sus relaciones con los orientales hacia el S.XVI. Ellos les enseñaron el arte de la tinta y a partir de entonces no pararon de contar historias, a la vez que aprendieron que recubrir sus casas con dicho material las protegía del salitre y del duro viento atlántico. Así se decidieron a decorar sus fachadas y obligarnos a nosotros a alzar la vista a cada paso. Asombrarnos con los colores, con los trazos geométricos, con los destellos en ser sorprendidas por los rayos de sol. ¡Oporto siempre brilla!


El interior de las iglesias contiene el llamado pan de oro. No deja de ser madera recubierta de pintura dorada. Unos trabajos milimétricos y cuidados donde siguen contando historias. La mayor curiosidad es la zona reluciente. Justo al nivel de nuestros ojos reluce cual oro puro, el resto casi en el cielo ya más oscuro. Álex, portugués de origen, nos explicó el porqué. Se debe a que las mujeres portuguesas tradicionalmente eran muy bajitas, encargadas ellas de limpiar solo a la altura que alcanzaban sus manos. Su abuela, ciertamente, mide 1,20m. Curiosidades que hacen vivir el esplendor de manera distinta.

De eso mismo se trata viajar, de la curiosidad. Despertar la intriga y el querer saber más sobre el nuevo suelo que caminamos. Desandar el pasado de esas gentes que habitan las ciudades. Dejarse atrapar por el agua de sus ríos, por sus antepasados, por los destellos de sus casas. Todo ello amenizado por las gaviotas, recordad que es su ciudad.  


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