INICIO




jueves, 8 de septiembre de 2022

Un fragmento de la mañana

PLAY

Septiembre se tiñe siempre de gris, llega atropellado, se impone asfixiante y estremece. Nada tiene que ver con el inicio del curso o el final del verano y de las vacaciones. En absoluto. Tiene que ver con la muerte y es así desde que tengo uso de razón. Quizá por eso esperé a este mes a leer a Delphine Horvilleur, en Vivir con nuestros muertos, para que aliviara este mal dormir y deseando que impusiera una luz distinta.

Mi abuela materna murió en el septiembre de mis seis años. Recuerdo que nadie supo explicarme dónde había ido. Recuerdo que me negaron ir al cementerio y me dejaron jugando a la comba con mi abuelo paterno, que nada quiso explicarme tampoco. Leo a Horvilleur sobre la torpeza en las palabras de los que se quedan, de los que deben dar pésame, de los que han de explicarles a los niños qué sucede. Ese fue mi primer contacto con un adiós irreversible, luego vendrían tantos y tantos otros. Tantos que se unieron a otras torpezas, a nuevas negativas de acompañar en el duelo, a momentos tremendos por no saber afrontar la despedida o entender el viaje. “Después de la muerte, cada uno de nosotros cae en la pregunta, y deja a los demás sin respuesta.

Mi tío también murió trágicamente un septiembre. Y Obi. Es un mes que nunca acostumbra a pintarse de rosa, que poco abriga, que poco mece, que poco relaja. Este está siendo complejo y leo a la rabina y, aún sin terminarlo, presiento que se une a mi visión de la muerte, que la fortalece, que asiente a mis planes. Hay que organizar también qué sucederá, facilitar a los que se quedan esa misión.

Ratera, verano 2022. 

Tras mi retahíla de despedidas y mis experiencias en tanatorios y cementerios desde muy joven forjé un plan, un pensamiento en un principio tan solo, para ese momento. Vivir con nuestros muertos me ha clavado en el suelo y me ha dado la razón. “Quizá necesitamos asegurarnos de que nuestra memoria permanece fiel a la complejidad de su existencia, que nunca se resume en el componente trágico de su interrupción. […] Lo que sea con tal de que en nuestro entierro se nos permita no ser reducidos a nuestras muertes y transmitir cuán vivos estuvimos en vida.

En muchos sepelios se confeccionan listas infinitas de las cosas que aquella persona ya no podrá hacer, ya no podrá vivir, ya no podrá sentir. He intentado luchar siempre contra eso, supongo que por la necesidad de memorizar las vivencias que sí tuvieron, los momentos compartidos. 

No explicaré ahora mis planes, pero sí os revelo la música que espero que suene (dadle al play arriba) y mi deseo por que pensaran en lo que sí he vivido, en lo que sí he sido o sentido. En cómo me gustaba el vermú o las aceitunas o las lentejas o el helado de turrón, tender la ropa al sol o dormir la siesta. En cómo Vic dejaba mis piernas hechas trizas y parecía constantemente que saliera del huerto. En cómo la lectura me hizo ser la mujer que era. En cómo me enamoraba día tras día del color del cielo. En cómo me sanaba poner los pies en el agua del Pirineo o cerrar los ojos ante el mar. Porque somos mucho más que nuestras muertes, porque suena el vals, porque un breve fragmento de la mañana puede poner la música y no reducirnos a lo trágico.

martes, 30 de agosto de 2022

Una nostalgia del agua

Bañarse con el cielo encapotado, con la lluvia amenazante. De repente te encuentras sola en la piscina. Algún cotilla mira de reojo desde arriba, pensando que va a atraparte el chaparrón. Sin atreverse, ocultando su deseo de nadar bajo el imperio de las nubes negras. Por unos minutos corres el riesgo. Por unos minutos logras el triunfo.

Este verano he leído mucho. En ocasiones la mala salud te obliga a esconderte en tu reducto y la literatura salva tanto como el agua. Con ella aprendes a dar nombres a las cosas que te ocurren, que piensas mientras nadas, cuando cierras los ojos sentada en el borde con los pies en remojo. Agustina Atrio en Tres formas de atravesar un río dice que “¿cómo influye la geografía en nuestra forma de nombrar? ¿Qué palabras se crean en ella? Palabras asfálticas. Palabras sin agua. Palabras encerradas en barrios a través de avenidas. Palabras de nostalgia, a veces también de hastío. Palabras que buscan correr, fluir. Entiendo, en ese momento, que la geografía en la que vivimos por un largo periodo configura, si no nuestro carácter, nuestra forma de sentir nostalgia. Se trata, en resumidas cuentas, de una nostalgia del agua.

Verano, 2022.

En ese paraíso líquido he sobrevivido, he controlado mi nostalgia y he aprendido a renombrar. Me calma soberanamente tumbarme sobre el agua. Hacer el muerto y solo escuchar el sonido mediante mis oídos sumergidos. Hacer el muerto. Dos niñas me han aleccionado y conmovido este verano. La primera dijo que ella hacía la muerta. Cierto, ¿cómo podía decir yo que hacía el muerto? Su definición y especificación sorprendieron mi costumbre, renombraron mi fascinación. La segunda dijo que ella hacía la estrella de mar. ¡Touché! Realmente no estamos muertas, solo flotamos. Y flotando como hacemos, tanto Gala, como Ona, como yo, estamos más vivas que nunca.

Este verano nostálgico, rescatado por el agua y por los triunfos bajo las nubes, ha conseguido conectarme con lecturas totalmente distintas entre ellas. Lecturas que han venido conmigo a mi refugio, que han bajado día a día bajo el sol ardiente o han recibido alguna que otra gota del cielo. Esta geografía en la que vivo ahora, la que abraza también los días oscuros, me ha hecho saber con esas palabras que corren, que fluyen, que igual que el riesgo no me acobarda al bañarme cuando viene la tormenta, los días aciagos tampoco podrán conmigo. Así, puedo adueñarme de esa nostalgia del agua que he creado para mí. Puedo manifestarla libremente al mundo, con todo el derecho y todo el miedo. Porque sé que la dirijo yo y que puedo salvarme. 

lunes, 2 de mayo de 2022

Encerrar la nube

Aquellas horas de niño están a salvo. […]
Madurar es esto: 
Escribir 
lo que no se entiende. 
Darle una forma que se deshará cuando el torno cese 
su cadencia circular, 
hundir los dedos en ese barro que intuye. Su torre, su 
ego, se vendrá abajo. 
Esta infancia es una pregunta dejada a medias, para 
todos los que alguna vez vimos la nube y no nos 
detuvimos a encerrarla en una forma. 
Estaba allí arriba. Estaba el viento. Estaba el sol. 
Aquello era una promesa más cierta.


Sitges, 1 de mayo de 2022.


Madurar. Escribir. Salvar al niño. Encerrar la nube. Agradezco siempre tropezar con lecturas donde el cielo habla. Aquellos autores que identifican en las nubes o en el color cambiante de allí arriba una conexión directa con lo que ocurre aquí abajo. En poemas como este de Fran Garcerá del recién publicado Rotura son recurrentes estas imágenes. La idea del entendimiento si hubiéramos retenido la forma de la nube en la memoria. Si hubiéramos hecho caso al momento para que estuviera ahora con nosotros. Pero crecer, madurar, también debe ser ir olvidando o cambiando el valor de las cosas. Dejar pasar la nube.

Ayer cumplí años y aunque sé que las horas de niña están salvadas (las buenas y las malas) también pesa el avanzar frenético de los días. Los colores del cielo siguen sorprendiéndonos y creemos que el rojo es porque grita, que el morado es la melancolía, que el azul es el radiante, pero todos repiten patrones ya aprendidos. Eso debe ser sumar, ya conocer el color de lo que acontece.

¿No es eso mismo una resignación? Pensar que ya no existe nada nuevo, que nada nos sorprenderá, que no seremos capaces de asombrarnos ante la novedad que pueda ofrecernos el mirar hacia arriba. Sí, a menudo nos rendimos. Apretamos las mandíbulas y nos dejamos llevar por la corriente de la rutina. Los hay que no alzan la mirada, que se pierden el espectáculo del ocaso y siguen como si no importara ese festival de luz. Que aprietan cada vez más sin detenerse ante aquello que pueda dejarlos boquiabiertos.

Hay que mantener, aunque las arrugas rodeen nuestros ojos, la sed de descubrimiento. Admirarse ante todo aquello extraño que nos rodea, aquello hermoso que dejamos circular sin encerrar en una forma inolvidable. A veces ocurre y debemos prestar atención. En Quebrada, la última novela de Mariana Travacio, leemos alguno de estos momentos en los que nos abraza la sorpresa. “Y así nos dormimos, esa noche, al lado del arroyo, y mientras me iba durmiendo me llegaba ese olor nuevo, con el aire. Nunca lo había sentido. Recién al día siguiente, cuando nos despertamos, le pregunté qué era ese olor. Me dijo que era el olor del rocío: olor a rocío, doña, a hierba mojada”.  Perseveremos, no hay que flaquear. Debemos oler y mirar sin medida y sin control. Atesorar los atardeceres, los rocíos, y hasta el cielo azul sin ni una nube. Nunca sabemos si en la vejez nos hará falta haber salvado al adulto que ahora somos.

lunes, 4 de abril de 2022

Otro día tendido

La primavera no llega. El tiempo se encabezona en llevar la contraria, como el destino, como la rutina, como las malas noticias. Regresa el frío para decirnos quién manda, para no dejarnos arrinconar los abrigos, ni lucir las pecas por el sol. Así también suceden los días. Sin poder agendar sonrisas ni momentos de calma. Y eso es tan claro, cierto y breve como que hay un trueno tras un rayo, que escribía Ferran Garcia en Guilleries.

Organizamos calendarios imponiendo encuentros, deseando que lleguen momentos pospuestos, esperando el sol para plantar el tomillo. Subimos la persiana cada mañana con la ilusión de que hayan florecido anémonas y tulipanes. Pero todo lo frena el frío y las malas noticias. No somos dueños de la primavera, no. Ni de las agendas, tampoco.

Otro día con el dolor del tiempo. / Otro día tendido, alzado a la sombra del / calendario, casi sin oírse.” Estos versos de Cleo Campuzano en Paz primaria, estos versos. Porque los días se suceden y acontecen sorpresas que nos obligan a romper los planes, a cambiar la sonrisa por el llanto. Días en los que todo lo previsto queda tendido. Y así el invierno, o quizá el destino, nos detiene y nos clava en el suelo, nos pone en nuestro lugar para aprender a parar máquinas y volver a empezar. Aceptar que sigue con nosotros el jersey de cuello alto y la posibilidad de la pérdida, inminente, cruel, demasiado temprana.

                                                                                                                Limonero, abril 2022.

Onetti escribía en Los adioses que “nada permanece ni se repite”. Deberemos repetirnos esta idea. Primero, para dejar de temblar ante lo malo. Segundo, para disfrutar de lo emocionante sabiendo que es irrepetible. Que ante el ahogo de las pérdidas recientes, de los desencantos, de los sustos, también pueden cumplirse los sueños. Sí, a la par, aunque parezca salvaje sonreír. Aunque nos cueste aceptar que podemos vibrar de felicidad entre tanta penumbra. Se puede. Ahí estaba Mariana Enríquez para confirmarlo, para enriquecer los tiempos grises, sin ella saberlo. Conocerla en persona fue un oasis que nos permitió saber que un día, sí o sí, llegará la primavera.

Mientras, aparece el viento a removernos el pelo y las inquietudes. A formar un runrún constante para hacer realidad aquello que versaba María Gainza en Un imperio por otro, y que “de las cosas tristes / siempre queda / un ruido de fondo.” Ese ruido que nos repite día y noche el padecer que intentamos sobrellevar. Ese ruido que molesta al sueño y nos deja exhaustos. Debemos esforzarnos y pensar que quizá ese viento (ruido) hasta seque la ropa y arrastre lo malo. Atesorar cada minuto el sueño que sí nos deja descansar. Recordar a Gaspar, en Nuestra parte de noche, cuando decía aquello de que “había dormido, era cierto, notaba el gusto a sueño en la boca.” Notémoslo y démonos el permiso a descansar. A eso también.

lunes, 28 de febrero de 2022

El territorio de la incertidumbre

Dicen que todo está en la genética. Y si no es en ella es en la herencia. Sea por una o por la otra, en ocasiones parece que nos caiga por ósmosis y seamos clones de la generación anterior. De unos años acá sonrío como mi madre, antes nunca había hecho esa mueca que nos hace tan parecidas. Lo curioso es que su sonrisa se debe a la disposición de sus dientes, debe sonreír así, pero yo no. Mi gesto ha cambiado, asimilándose al suyo pero teniendo mi propia y distinta dentadura. No tengo explicación ninguna.

Estos días terminaba Esta herida llena de peces de Lorena Salazar Masso y pensaba en cómo, tal vez sí, es posible que nos metamorfoseemos. “Las costumbres simples permanecen: nadar en el río, cocinar arroz con queso o trenzar a una vecina. Las trenzas unen a la dueña del pelo y a quien lo trenza en una complicidad íntima; la trenzada deja ver sus raíces, se arrodilla ante otra para que disponga de su fuerza y encanto. La trenzadora es responsable de crear caminos, ríos, salidas en el pelo de la otra, unirla a todas las mujeres que han sido trenzadas en la historia.” 

De niña odiaba que me tocaran el pelo, que mi madre me peinara, que me lavaran la cabeza en la peluquería. Para nada llegué nunca a pensar en esa unión entre trenzadora y trenzada. Si alguien me hubiera avisado, si alguien me hubiera dicho que esa era una conexión beneficiosa para mí… habría intentado pensar en aquel suplicio de otro modo. Pero no me avisaron. Con el tiempo, quizá al igual que mi sonrisa, eso ha ido cambiando. Ahora entiendo la proximidad que supone que alguien acaricie mi cabello. Ahora espero, y deseo, más minutos de ese masajeo en el lavacabezas antes de cortar o de teñir.

Cartoixa d'Escaladei, febrero 2022.

Mi madre ha repetido, desde que tengo uso de razón, aquello de “no he dormido nada en toda la noche”. Llegamos a pensar que era una vampira por llevar tanto sin cerrar un ojo. Al crecer entendimos que era una maldurmiente, como lo he acabado siendo yo. Otra herencia que sumar, si así puedo entenderlo o admitirlo. Llegó tarde, igual que entender las trenzas o la sonrisa calcada, pero llegó. Tras leer a David Jiménez Torres en el ensayo El mal dormir, me digo que debería entenderlo de otro modo. Afirma que “el insomnio tiene cierto grado de heredabilidad genética” y que una amiga suya comentaba, al descubrir que su padre también era maldurmiente como ella, “si en el fondo no estaré viviendo mi insomnio como algo hermoso; quiero decir, como parte de mi herencia.” Como si aceptar que las dos estemos desveladas sea algo delicioso y placentero. Como si el hecho de compartir el ir cansadas todo el día fuera algo que nos debiera unir. Como si la palabra herencia no pudiera ser tan solo algo bueno, sino también horas y horas de pensamientos a oscuras.

Es un post un poco disperso, podréis pensar. Pero en el fondo las tres ideas se unen en una sola. Escribía María Bastarós en el relato “Cena de mayores” de No era a esto a lo que veníamos que la “infancia es el territorio de la incertidumbre”. Supongo que a medida que una suma años se va dando cuenta del valor de las trenzas, del copiar una sonrisa o el heredar el mar dormir. O eso parece.