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lunes, 11 de noviembre de 2019

Un universo repleto de chirridos

- ¿Y tú qué encuentras en los bolsillos del abrigo cuando los recuperas de un invierno al otro?
- ¿Yo? Pañuelos. ¿Y tú?
- Piedras. 

Es llegar el primer fresco y recuperar el abrigo. Necesitar que nos salven del golpe helado en el pecho. Poner la mano en el bolsillo, la curiosidad de comprobar qué quedó del otro invierno. Qué debió ser lo último que hicimos con él puesto, con el último frío. Este año he encontrado piedras. He intentado recordar el momento, el monte o la costa de donde salieron. Eran otros pasos, tal vez otra yo la que las recogió. ¿Somos los mismos tres estaciones después? Esos resquicios nos devuelven un poquito del camino recorrido, nos hacen pisar firme y saber que estuvimos ahí, que éramos nosotros los que lo llevábamos puesto.

Recuerdo a mi madre gritar siempre ante la lavadora. Tornillos, tuercas, lápices minúsculos, trozos de yeso, capuchones de bolígrafos, monedas. Mi padre siempre echaba a lavar la ropa con los bolsillos llenos, como si perteneciera al atuendo de trabajo. Como si todo lo que iba recogiendo, aquí y allá, formara parte de lo que había que lavar para volver a empezar. Siempre cargado, igual yo. Tal vez por eso, yo los revise una y mil veces antes de hacer la colada. Aunque siempre haya calcetines desparejados, nunca habrá bolsillos llenos. Como si vaciarlos implicara rescatar momentos vivos, consiguiera que no desaparecieran, los atesorara para siempre. Nos permitiera no borrar nada, no olvidar porque ha sido salvado.


Casa rosa en lagoa das Furnas _ São Miguel (Azores, 2019)

Leía en una crónica de Leila Guerriero sobre Juan José Millás. Le contaba sobre su libro Lo que sé de los hombrecillos: “Estaba escribiendo un artículo sobre las últimas fusiones empresariales cuando noté un temblor en el bolsillo derecho de la bata, de donde saqué, mezclados con varios mendrugos de pan, cuatro o cinco hombrecillos que arrojé sobre la mesa, por cuya superficie corrieron en busca de huecos en los que refugiarse.” Encontrarse los bolsillos cargados de historias, de mundos enmarañados, de sorpresas, recuerdos. Como si fuéramos capaces de guardar, junto a los mendrugos de pan, las mejores ideas, los relatos más sorprendentes. Al valenciano le dio para un libro encontrarse a los hombrecillos, ¿no? Como dice Guerriero en Plano americano, “un mundo, un laberinto de espejos, una cáscara recorrida por el humor que encierra un universo repleto de chirridos, de perpleja desesperación.” Igual que un mago con una chistera de la que extraer el conejo, las historias, los recuerdos y la magia. Somos magos. Todo está en nuestros bolsillos.  

En el chubasquero, cuando llovió hace unos días, encontré una factura de las Azores. Un aparcamiento en la lagoa das Furnas, cerca de la casa rosa del lago. ¡Un lago entero en un bolsillo, una casa rosa entera en un bolsillo! En el de la bata aparecen un clip, el resguardo de la analítica del lunes, el inhalador del resfriado, una madejita de lana, una pinza de la ropa. Poned la mano en el vuestro, ¿qué lleváis? No creo que lo que contengan nos defina, sino que cuenta. Explica en una pincelada por dónde hemos pasado. Es como un diario sin lápiz, sin palabras.

Tesoros involuntarios que hablan. Como habló el bolsillo de Don Antonio Machado. Recordemos cómo su hermano José encontró, tras la muerte del poeta, un verso escrito en su gabán: “estos días azules y este sol de la infancia”. Ojalá que lo que encuentren en los nuestros sea tan mágico como eso, que ilustre el sol y nuestro pasado entero. Que no quede en balde lo que hemos guardado minuciosamente en ellos, que haya alguien que los revise y nos reviva. Porque como dijo Vilariño una “se apaga / se aniquila / se extingue / se deshace / se acaba” pero quedará, momentáneamente, lo que llevaba en los bolsillos.

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