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lunes, 1 de junio de 2020

El pan sabe a otra cosa

Hace 80 días nos enviaron a casa. Se confirmó que el virus covid19 era una amenaza mundial y que todos debíamos confinarnos. Nadie nos avisó que pararía el mundo, que pasarían los meses, que perderíamos tanto. Tío, he pensado a menudo en esta carta porque me he preguntado cómo hubieras vivido esto. Annie Ernaux escribió que todas las penas vividas son solo ensayos de la mayor que está por llegar. Me digo que vivimos con la prueba-error del dolor. ¿Cómo imaginarse cuál será la mayor?

Estas semanas aquí encerrada he cuidado los geranios y he salvado el hibisco. Perdí el cactus, no pude luchar lo suficiente. Seguro que me hubieras dicho que no empleara tanto esfuerzo. Planté tomateras y cada día son una alegría. Habrías llenado la terraza de aromáticas de nuevo y estaría todo tremendamente florecido. Pasarías seguro los días entre la terraza y la bodega, aunque no hayan sido los meses en los que preparabas el vino. Habrías hecho por mantener el equilibrio, como decía Hasier Larretxea como si fuera una línea recta, una idea fija. Confiado en que la vida nos daba, por alguna razón ya escrita, ese remanso de paz. Pensativo en por qué te alejaba de los viñedos para estar en casa, y cuidar tan solo lo que amabas con las manos. Tal vez me hubieras gritado que lo ocurrido era por eso, para concentrarse cada uno en sí mismo.

¿Recuerdas cuando Xavi pintó este refugio sobre leña en el 96? Tal vez ya nos pintó la guarida...

Esta mañana he topado con unos versos de Yannis Ritsos que dicen “… que nuestro dolor, hasta el más insignificante, nos atormenta mucho más que el dolor del mundo entero.” Ha habido días en los que creí estar al límite. En los que pensaba que ojalá hubiera podido enseñarte a hacer video llamadas. Solo las hago por trabajo. Tú habrías conseguido la risa y la sonrisa habría sido un antídoto balsámico. Nos habríamos quejado juntos del mundo, con el humor áspero del Pirineo, con la esperanza sana del que sueña con regresar al monte. Te hubiera costado una barbaridad no poder subir, mochila y bastón arriba, lo sé. Pero te habría animado, como hago conmigo, diciendo que la montaña nos esperaba fuera, que su cielo aguardaba por nosotros. Y puede que hubiéramos quedado para pasear campo a través, aunque solo fuera a unos kilómetros de casa. Cerrando los ojos, habría parecido que estábamos más allá de la Cola de Caballo, y nos hubiera sanado ese dolor nuestro, como si sanara el dolor del mundo entero.

La desconfianza también hubiera sido compartida porque asentimos con la cabeza ante la frase de Claire Legendre, “salvarse una vez no vacuna contra los peligros venideros”. Cuestionarías incesantemente si ya se podía salir a la calle, hasta cuándo la protecciones, o si ya podíamos lanzarnos a la carretera. Preguntarías si ya podías acercarte a traernos lo recogido del tilo, el tomillo, las cerezas, los esquejes. Todo eso se ha perdido, no ha llegado, nunca lo habrá ya, aun sin pandemia de por medio. Porque esa “normalidad” de la que hablan, ya no existía antes, hace años la perdimos. Olalla Castro escribió, “porque amasar a diario distinto / implica aceptar que el pan sabe a otra cosa; / que los nombres que inventamos no nos sirven.” Esa “normalidad", ese nombre que inventamos no nos sirve. Ya no existía, no podremos inventarla ahora. El pan sabe a otra cosa.

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