El verano
traía con él las mañanas de silencio. No éramos de levantarnos muy tarde y tras
el desayuno invadíamos el comedor. A mi hermano no le atraía la idea
tanto como a mí, pero la verdad era que me encantaba ponerme con los cuadernos
de vacaciones. Disponía los bártulos para el trabajo. Dejábamos desiertos los
escritorios respectivos para instalarnos juntos todas las
mañanas en el salón. Cada uno a su tarea, compartiendo la mesa redonda. Me
fascinaban esos ejercicios tranquilos, esas actividades distintas a las del curso
y sin tempo. Como empezar una etapa de pausa con páginas en blanco. Los deberes
de verano.
Entre esos quehaceres disfrutaba
con la caligrafía. Siempre ha sido un deleite para mí escribir a mano. Esos
librillos te guiaban a repetir y repetir frases siguiendo minuciosamente el
trazo de la mina, moviendo mi mano en el sosiego caluroso de la mañana. Acababa una tras
otra esas libretas, sin necesidad de practicarlas, sin obligatoriedad porque siempre
hice buena letra. Era más bien el placer que me producía el soniquete del lápiz
sobre el papel, la rutina de ondas que yo misma imponía para terminar cada una
de las páginas. Escribir, yo solo quería eso.
Con los años busqué gente con la
que cartearme. Con quien intercambiar mi escritura. Llegué a compartir años
epistolares con más de diez destinatarios. El mundo bajo mi remitente. Cartas
manuscritas con la melodía de mi trazo. Creyendo, como bien dijo Chacel, que “… una carta es una reserva, un poso de la
alcancía, un sistema ahorrativo en el que se agrupan, por su peso o densidad,
pulsiones orales…”. Pequeños tesoros
ensobrados, vivencias transcritas y urgentes de respuesta. Cartas de regreso también
con su caligrafía, conversaciones en papel.
Se creaban unos vínculos que
unían siempre las distancias. Afirmó Pedro
Salinas que la “distancia es
algo más que una realidad espacial y geográfica que se interpone entre dos
personas: una situación psicológica nueva entre ellas dos y que demanda nuevo
tratamiento. Ese trato, en la lejanía, es la correspondencia.” Ese espacio
se unía mediante una cadena de historias de ida y vuelta escritas a mano. Aminorábamos esa nostalgia explicándonos la vida en cartas perfumadas,
repletas de recuerdos, de fotos, de páginas y páginas de sucesos que explicaba
la tinta, sustituyendo nuestra voz.
Este verano he decidido volver a
abrir el cuaderno de vacaciones. Three Feelings ha hecho que vuelva a disponerlo todo en el sigilo matutino. Ha conseguido que mi mano baile de
nuevo y repita líneas y líneas. Del lápiz al rotulador, comprobando que es
posible retomar la magia de las letras. Aun siendo difícil hacerlas tan bonitas
como ellas proponen. Me aporta calma el seguir la disciplina. El tener una
rutina cada mañana. Sin mesa redonda, sin mi hermano, sin correspondencia
pendiente; pero sí con deberes y silencio.
Això del lettering mola molt! Asignatura pendent
ResponderEliminarÉs molt difíciiiiiil, Evaaaaaa!!
EliminarAysss que buena pinta tiene el libro. Le tengo ganitas desde hace tiempo. Y me ha encantado tu reflexión sobre los cuadernos de verano. Yo soy de las tuyas. A mi me encantaba hacerlos y al final siempre me los acababa antes de tiempo. Deseando ver esos progresos con la caligrafía ;)
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