He
estado en Finlandia con Didion.
Ella me ha dicho que no existen los días normales, que no hay nada corriente,
que puedes sentarte a cenar y la vida que conocías se acaba. Sin más. Allí, a 4000
km de casa, me ha dicho que puedes tener el fuego encendido, que puedes seguir
rituales desde el poner la mesa, separar la ropa para la lavadora, apilar los
libros pendientes siguiendo una cronología, sentir que te
resguardas en casa y asegurar que estás y están, los tuyos, a salvo, pero no
ser cierto del todo. Nada está seguro por estar nosotros aquí. La rutina se
rompe, lo corriente no existe, no podemos mantener siempre las promesas. Ni que
queramos de más.
Ella me ha dicho, leyéndola
rodeada de nieve, que las conexiones con determinadas personas son
esenciales en momentos de pánico, de miedo soledad, duelo o dolor.
Porque somos, aunque lo neguemos, personas dependientes de los recuerdos. Esos, con los que conectamos, son los que estarán ahí en caso de pérdida, cuando
aparezca el terror y deseemos estar solos. Entonces, ellos, serán los que
encenderán el fuego para que recuperemos la vida. Una vida distinta, pero vida
al fin y al cabo.
Los que hemos sufrido la
pérdida de seres queridos hemos experimentado la sensación de las “oleadas” o
de los “torbellinos”. Momentos de ahogo, de nudo en la garganta y de necesidad de
suspirar. Hemos vivido el miedo y la angustia de no dejar de recordar cada
momento pasado vivido con ellos. De recorrer el año siguiente rememorando el mismo
instante del año anterior en el que esa persona estaba con nosotros.
A veces también nos pasa
con los vivos. Los vivos también se van. Y el ahogo es casi igual. Por eso,
para suspirar pero de alivio y no de ahogo, necesitamos de las conexiones
temporales, de los hechos que por insignificantes que parezcan nos llenen y nos
hagan avanzar, aun llevando con nosotros una pizca del pasado.
Los nórdicos tenían, y
siguen teniendo, un método de vínculo especial entre generaciones. Descubrí que
sus antepasados guardaban los restos de lana una vez terminados los pares de
calcetines tejidos. Yo los guardo, todos, por mínima que sea la extensión de
lana restante. Llegado el momento de montar el árbol de Navidad lo que hacían,
y hacen, era colgar de él los pequeños restos de lana de los calcetines ya
tejidos y en sus pies. A modo de nexo y de agradecimiento.
De la misma manera
que, tan solo entrar en sus hogares, descalzan sus pies y dejan que sus calcetines
conecten con su suelo firme. Esos mismos calcetines no terminan tan solo
calentándoles, sino que también tienen como tarea felicitar la Navidad desde el
árbol. Me pareció una forma tierna, delicada y brillante de terminar un ciclo.
Sabía yo que guardaba todas esas demostraciones de cariño tejido por algo. Y he
tenido que ir al frío de miles de kilómetros, de la mano de Didion, para que
ellos me digan cómo mantener calientes los recuerdos, cómo conectar esos pies
de mis mujeres y agradecer el haber tejido. Este año llenaré el árbol de lana.
Kiito, Suomi.
M’ha encantat... Estic molt d’acord amb les teves paraules...
ResponderEliminarGràcies bonica, els nòrdics són motl savis ;)
Eliminarostres tota la setmana intentant escriure un comentari i ni movil ni tablet em deixen no sé que passa. Pero cada dilluns hi sóc! Per cert jo tinc un cabdellet que et pertany i potser et cal per posar-lo
ResponderEliminarEva!!! aquell cabdellet penja'l al vostre arbre!!!! fijo que dona sort!!!!
Eliminarque hermoso ....me encanta...gracias!!!!!!
ResponderEliminarMe quedo pensando si por eso yo también guardaba los restos...
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