“ Y
es imposible
escribir hoy tu nombre de otra forma.
Imposible también, tras conocerte,
no volverse un gramático purista
de esos que literalmente dedican
las horas que les quedan por vivir
a defender tus reglas ortográficas
o, lo mismo,
vivir
reivindicando
que tu nombre se escriba como se ama.”
La Esther de este poema
nada tiene que ver conmigo. Tan solo su nombre. Su historia fue su historia,
como me contó Ben, y la mía ha sido otra. Compartimos, eso sí, un nombre con
una cierta exigencia desde que aprendimos a pronunciarlo. Toda la vida
repetiremos ese: “Sí, con hache, por favor.” Porque los nombres nos definen y
no son otros sino los que son, los que nos representan y se escriben de una
manera exacta y concreta. Y se pronuncian como esperamos y nos apodan como
deseamos. Así es, dado que constituye nuestro título, nuestra presentación,
nuestro ADN. Porque si no se cumple, no somos nosotros. Debemos, por ello,
reivindicar que nuestro nombre se escriba como se ama. Con hache, por favor.
En mi familia, por ambas
partes, ha habido, y hay, Marías y Teresas a mansalva. Los que fueron de casa
Isabelana o casa Palleta o casa Antonio, pusieron títulos bien castizos a los
suyos, sin olvidar esos dos. Aquellos cuyos descendientes repitieron hasta
llegar a llamar a sus hijos de manera idéntica. Primas apodadas igual, porque
sí. Decisiones que nos marcan de raíz. Porque quizá no todo hubiera sido igual
de no tener que especificar siempre qué Mayte es y de quién. Porque nos trasladan una decisión de por vida
escogida sin preguntar. Porque nos catalogan como parte de una estirpe que debe
llevar la denominación que se nos impone. Con ella seguimos. Con otra, el camino, tal vez, sería distinto. Con hache, por favor.
Otro día os contaré la
razón por la que tengo el segundo nombre que tengo. Que podría haber eliminado
de mi carné de identidad, que podría haber borrado de mi historia. Pero
entonces hubiera anulado parte de la historia de mi padre, quien necesitó que
no solo me llamara como decidió mi padrino de bautizo. He dicho que nos
determinan, pero también los marcan a ellos. A los que nos tatúan, como el número grabado a fuego
a las vacas. Aunque se les llame de manera distinta a los dígitos, ellas saben
su numeración. Con hache, por favor.
Decidí tejer esta manta
ante la llegada inminente de un nuevo miembro a la familia. Creyendo que tal
vez su nombre no hubiera sido elegido pensando en su herencia, ni en aquellos
repetidos por los ancestros, ni en ninguna persona familiar de la que
necesitaran perpetuar su título. Elegí la Baby Tweed de Katia y tejí esta manta
de hojas de Leyla Alieva.
Mientras dentro acababa de formarse la pequeña, afuera lazada a lazada iba
creciendo también este tejido
que le será arrullo, le será calor, le será parte de su historia. Espero que
sus padres algún día le cuenten cómo crecieron ambas de la mano, que le
expliquen el porqué se llama como se llama, ya que desde el momento en que se pensó su nombre: ella existe. Judit está a punto de llegar. Sin hache, por favor.
Yo también tengo una batalla con mi nombre, se empeñan en ponerme otra “m” más y no soy Gemma, si no Gema.
ResponderEliminarEs cierto que los normbres te marcan, es tu sello de identidad....y menos mal, que ya no se elige el nombre del santo del día (eso si que te marcaba¡!!).
Un arrullo de hojas es muy poético.
Besos
Gema, especificar siempre siempre cómo nos llamamos. Los hay que les hace falta, pensemos que, tal vez, eso nos hace especiales ;)
EliminarHa quedat taaan bonica! La Judit es trobarà ben tapada!
ResponderEliminarAiixxxx gràcies, això espero ♥
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