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lunes, 25 de febrero de 2019

Hermanas de un hijo único

No sé el nombre de mis bisabuelas paternas. El de las maternas, Teresa y Presentación, lo conozco por el reverso del DNI de mis abuelos; no porque mi madre las haya mencionado jamás. Nada sé de sus historias. Poco de mis abuelas. Lo que me llevo es por mi necesidad de preguntar, aunque como dice María Sánchez, llegamos tarde a las cosas. “Tuvieron que desaparecer ellos de mi vida para darme cuenta. Un poco tarde, porque los hijos y los nietos siempre llegamos tarde a las cosas, a la misma vida”. Siempre llegamos tarde.

Me digo que debí empezar a preguntar antes. Que no aproveché las charlas con mi abuelo paterno como merecía. Que no exprimí su historia y ahora no queda nadie vivo que pueda convertirla en recuerdo. Murió con él. Murió con ellos. En las primeras páginas de Tierra de mujeres, María se pregunta qué hubiera pasado si la muerte se los hubiera llevado en distinto orden, a los suyos. Ha hecho formularme también esa pregunta. ¿Qué habría sucedido si no hubiera sido mi abuela, de la que no escuché ni la voz porque siempre la vi inmóvil, la que se fuera primero? ¿Ella me habría contado la historia de Teresa?

¿Cómo querer aquello que no conocemos? ¿Cómo proteger y conservar lo que nos resulta tan desconocido y lejano?” Ya sean sus pasos, sus miserias, sus esfuerzos, sus palabras, su manera de expresarse. Su lucha por ser las hermanas de un hijo único, como dijo Agustina Bessa-Luís sobre su infancia. Sus historias rurales, su vida de ganaderas. Unas con sus vacas, las otras con sus cabras y ovejas. Ocupándose de los niños, de la comida, de la casa, de las gallinas, de la ropa, de las conservas, del botijo con el agua, de cargar el zurrón, de los conejos, de quitar las malas hierbas, de ordeñar, de tejer los calcetines para todos. De cuidar. Con las manos secas, heridas por el agua helada. Con la cara roja, quemada por las horas al sol. Con las piernas marcadas, arañadas por el tiempo y las ortigas.

Balcón de mis abuelos, años 70.
Marcas, como decía Atxaga y Sánchez se lleva a la tierra, para dejar constancia de que estuvimos aquí, un día estuvimos vivos aquí. Para que sea posible enlazar lo rural con lo urbano, para que el idioma sea el mismo y se reconozca el verdadero rostro del campo, para poder tender los puentes necesarios con la ciudad. Para que no se ficcionalice, como dice Sánchez, la vida feliz en el campo como si se tratara de La casa de la pradera. Reconocer la existencia y el valor de la mujer en las tierras. Que no se borre su esfuerzo, su trabajo, su vida con las manos secas y la cara roja. Como mis bisabuelas, como mis abuelas, como mi madre hasta que bajó obligada a la urbe. Cambiando las ovejas por la máquina de coser. Por todo eso hay que recoger las marcas que dejan todas y cada una de esas mujeres, para tejer el puente desde el monte al cemento gris. 

Dejar de ser hermanas de un hijo único. Herencias que se traspasan y seguimos viviendo como el hombre de la familia toma las decisiones. Es él quien elimina las fotos que quedan, el que se lleva la memoria y la guarda en una maleta. Es él quien vende las tierras, el que nos deja desnudos de raíces. No pregunta. Eso pasa, aquí aún lo vivimos y las mujeres bajan la mirada y "esconden las manos en los bolsillos de sus batas… Preferir el silencio a la voz", que dice María. Ojalá llegar a ser dueñas y señoras de sus campos, de sus decisiones, de sus vestigios. Dignas defensoras de sus marcas, las que ellas transmiten a la tierra. También son sus pies los que dejan la huella.

Como leemos en Tierra de mujeres, se trata de crear un vínculo y cuidarlo. Esa es mi misión, lo sé desde muy joven. Porque no todos tienen un pueblo al que volver, todos no, yo sí. Un pueblo en el que todos te conocen por la pubilla de una casa concreta. Aunque tú no les pongas nombre, ni casa.  Ellos te reconocen, te nombran y saben de quien eres. Solo por eso, hay que luchar por ser su voz más allá de las montañas. Porque todos necesitamos algo a lo que aferrarnos. Un sitio al que pertenecer, algo de lo que formar parte. Así lo escribe María Sánchez. Ella se queda con "el huertecito de su abuela Carmen. Con su cancela verde y sus paredes gruesas de cal". Yo me quedo con ese balcón lleno de flores. Pese a que ellos ya no salgan al sol, las vistas siguen siendo las mismas que divisaron sus ojos.

Balcón de mis abuelos, 2014.

2 comentarios:

  1. L’altre dia pensanva en el que queda d’aquells que ja no hi son, en la seva memòria i records. La caixa de sabates plena de fotos de la meva iaia i de totes les persones que ella em parlava i no saber qui eren, aquella capsa de sabates plena d’imatges que ningú ja no sap respondre qui son.

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    1. I si no t'arriba la caixa de sabates i no tens res????

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