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lunes, 18 de febrero de 2019

La calma que permite olvidar

Se cumplen quince años de mi emancipación. Del momento en el que volé del nido y necesité crear mi guarida. Estos días en que he leído a Fernanda Trías, devorado en dos tardes La azotea, he asentido en su deseo vital de crear el refugio donde no entrara el aire. Aquel lugar en el que tras cruzar la puerta nada pudiera pasar, aquel en el que reinara el silencio, la paz, el calor. Aquellas cuatro paredes que tan solo respondieran al eco de la propiedad de una, de la soledad paciente y calmante, aunque también existiera oscuridad.

Pronto conseguí escuchar los sonidos de la escalera sin sobresaltarme. A entender, como dice Trías, que el silencio también tiene sus propios ruidos. Que los muebles crujen como si hablaran, que la nevera hace temblar sus tripas y no solo es el viento el que se manifiesta las tardes de domingo. Clara, en la novela, dice que en los lugares donde hay viento la gente enloquece, que este genera algo malo en el alma, un desasosiego dañino que no deja dormir. El silbido del viento se oye más en la casa propia, antes no lo percibía de igual manera. Tal vez aprendí a estar más atenta, o quizá el silencio del propio hogar agudice los sentidos y se escuchen más el viento, las tripas y las goteras.



Crear el refugio es ley de vida. Hasta los animales lo construyen. Cuando una lee esta novela por un momento cree que es una exageración, acto seguido vive la angustia página a página y poco a poco va recapacitando y dándole la veracidad en su propia historia. Se trata de llevar al extremo la urgencia de unas manos que asientan como las miradas, se trata de reconocer unas paredes tras las cuales está el horror y la desconfianza, se trata de hallar un lugar exacto donde estar a salvo. Quién no ha vivido un día en que se ha repetido el “quiero llegar a casa, quiero llegar a casa, quiero llegar casa”. Como si traspasando el umbral todo el dolor se esfumara de golpe. Como si acurrucados en nuestra manta no existiera el terror, ¿se quedará bajo el felpudo?. Como si cerrando la puerta no pudieran encontrarnos, ni hacer sonar el teléfono, ni sacarnos de allí porque estamos a resguardo. Solos o acompañados, no importa, la cueva es nuestra y no pueden entrar.

La lectura me devuelve las escenas de Copycat. La mítica película de los noventa en que Helen Hudson, psicóloga experta en asesinos en serie, sufre de agorafobia. El terror por escuchar la voz de un conocido y sufrido psicópata le impide salir de su apartamento. Reconstruyo las escenas en que la protagonista, encarnada por Sigourney Weaver, abre la puerta de su casa y siente un miedo tan atroz que le impide caminar si no es a ras de suelo, arrastrándose sin atreverse a alzar la vista siquiera. Como a Clara, le parece que el peligro ya está en la misma escalera, que dentro nada puede ocurrir. Que dentro está a salvo, no solo de los psicópatas, sino también de los pensamientos que puedan aturullar su calma, agobiar su paz, desmontar su castillo de arena.

El hogar ayuda a mantener los últimos resquicios reales de cariño, aquellos que aún esperamos a pie juntillas. Creemos, como Clara, que tal vez tapiando hasta las ventanas no nos quitarán lo que es nuestro y nada malo venido de afuera robará el oxígeno del aire. Porque como dice Trías, todas las cosas tienen un eje que las mantiene en pie, un conjunto de elementos, personas o animales, que lideran una sincronización vital entre ellos. Como si se tratara de las fichas de un dominó. Si una cae, ninguna otra quedará en pie. Por eso es esencial mantener la puerta cerrada, ajustar las ventanas, no acercarse ni a la mirilla. Conseguir que todas nuestras piezas clave se mantengan, porque sabemos que, sin el eje, solo queda volar o morir, como el enjambre sin la abeja reina.

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