Mi abuelo dejaba el
bastón, de aquella madera recia que parecía indestructible, reclinado donde
fuera y sacaba con cuidado su pañuelo del bolsillo. Era un ritual que me
gustaba contemplar, sigilosa y transparente. Salía del pantalón, era desplegado
con sumo cariño, utilizado y vuelto a doblar siguiendo las marcas prefijadas,
convirtiéndolo en un cuadrado perfecto. Cuadrado que repasaba con la palma de
la mano, quitaba toda arruga y volvía donde estaba. Como si se tratara de algo
delicado, a proteger, a salvar.
Me fascinaba aquella
manera de proceder. El resto de hombres que yo observaba devolvían el pañuelo
al bolsillo sin alisar ni doblar con la misma pulcritud. Estuviera en el monte,
con o sin ovejas, con zurrón o no colgado, con espiga en su boca o sin. Jamás
puso el pañuelo sin la exactitud de su forma en el bolsillo. Jamás. Tal vez
fuera de la troupe del decreto
del pañuelo de María Antonieta (exigió un decreto por el que todo pañuelo
de tela debía ser un cuadrado perfecto, ni rectángulo, ni triángulo, valían).
Seguí sus pasos y trataba
mis pañuelos con el mismo esmero. Con el cariño de quien acoge un pajarillo
entre las manos y lo echa a volar. Desplegaba el mío y lo doblaba de vuelta
como él. Como si fuera a romperse, como si nadie mirara mi alisar, mi buen cuidar. Como objetivo: que pareciera nuevo siempre.
Cuando mi madre me enseñó
a planchar lo hizo con los pañuelos. Ahí aprendí a ser mecánica, disciplinada y
exigente. Ahí supe que debía marcar bien las líneas del doblado porque sería
devuelto a los bolsillos siguiendo los movimientos que yo dejara en él.
Dependía de mí. Hacía deslizar la plancha de esquina a esquina, con el cuidado
de no dejar doblez, con el afán de perfección geométrica de la reina. Una y
otra vez, haciendo en cada paso más pequeñita la pieza, acabando por planchar
un cuadrado perfecto, una y otra vez.
Sebald
dijo que “cuantas más imágenes reunía del pasado […] tanto más improbable le
parecía que el pasado hubiera sucedido de esa manera”. Lo pienso cuando
me doy cuenta de cómo recuerdo con exactitud los pliegues, los colores, las
manos, el camino hasta el bolsillo. Cómo es posible que una imagen actual me
lleve a una de antaño, cómo un solo instante consigue un clic que lo devuelve
todo. Pero es que la memoria es eso, como dijo hace unos días Borja
Bagunyà: “La memoria es astutamente económica; siempre encuentra la
manera de ahorrarnos esfuerzos innecesarios, y de firmar cada día tratados de
paz entre las contradicciones que nos tensan, y que amenazan con desgarrarnos.”
Es astuta, selectiva, inteligente, conciliadora. Olvidamos, siempre, lo que
queremos olvidar.
Asimilé entonces que todos
los hombres eran distintos, no trataban igual a sus pañuelos. Descubrí mi
fascinación por las manos, por quedarme absorta en sus gestos, adorarlas y
estudiar y aprender sus movimientos. Tanto dicen, tanto enseñan. Supe que todo
sería cuestión de doblar por las líneas establecidas, de no cambiar la forma de
las cosas, de tratar con la sensibilidad que me era concedida todos los
pañuelos venideros. Porque, aunque los haya ya de papel, todo queda, como
quedan las hojas caducas sobre el campo.
“Todo va quedando. Lo
mismo que la hoja caduca sobre el sembrado añadirá lozanía al tallo, lustre a
la hoja, cargazón a la espiga. El sol de esta tarde está creando dentro y
fuera, en alma y tierra, calor, sin que nunca acabe enteramente de morir. ¿Qué
muere? Todo esto sigue. Y el sonar del campo, del río, entre estas riberas de
cielo hermosísimas, deja un largo eco, una llamada eterna a la belleza.”
La belleza de recordar los
detalles, esas manos, y el ser capaz de recuperarlos en las manos de otro, en los
movimientos de otro, en la mirada de otro que saca el pañuelo del bolsillo y lo
devuelve con la delicadeza que lo hacía el que a mí me enseñó.
El meu pare plega igual de metòdic el seu mocador de roba, encara ho fa ara, no vol de paper, sempre els de roba ben plegats dins la butxaca.
ResponderEliminarQuè bé que hagis tornat, i què bé que també hagis comprovat com plega el mocador ♥
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