“La distancia que separa el pasado del presente quizá se
mida por la luz esparcida por el suelo entre las sombras, deslizándose por los
rostros, acentuando los pliegues de una falda, por la claridad crepuscular, sea
cual sea la hora de la exposición, de una foto en blanco y negro”.
La distancia que separa el pasado del presente. Recuerdo la
única foto de mis padres sonrientes, juntos. En una mesa que no reconozco, con
sus camisas de cuadros. Él le rodea el cuello con el brazo y ríen más que
sonreír. De niña la recordaba para decirme que en algún momento aquello fue
real. Una foto con el chándal de tactel, con mi padre y con mi hermano, en un
refugio del Pirineo, tal vez la última vez que subimos juntos. La imagen de mi
viaje adolescente a Venecia. Rizos largos y labios hinchados, totalmente
quemados, pero luciendo una sonrisa inolvidable. Esa misma apareció en el
periódico para desearme felices 18. Una instantánea en Sitges, en invierno, con
un jersey rojo y el pelo negro. Puro azabache, como jamás he vuelto a lucir. El
mar bravo de fondo, bajo un cielo cargado de nubes. Ahí todavía no auguraba que
lo venidero iba a doler tanto. Recuerdo la última fotografía con Obi. Juntos en
la penumbra de la habitación, él lleno de tubos, de sondas, de vendas; la mirada
perdida. La pienso a menudo y me digo si podría haber hecho más y estaría vivo.
Ernaux reconstruye su vida mediante las imágenes que guarda
y rememora. Las mismas que le ayudan a repasar y poner en orden los acontecimientos
políticos y sociales. Las mismas, las nuestras, que nos ayudarían a nosotros a
pasar del transistor a la radio, de ahí al equipo de música, al discman o el
ipod. Recorrer los años mediante el paso de las fotos en blanco y negro, a los
tonos marrones, hasta las fotos en color. Del revelado al digital. Del papel a
la volatilidad, a la fragilidad. Porque esas pequeñas impresiones de nuestras vivencias,
no hacen sino ayudarnos a revivir esa línea temporal por la que hemos pasado,
en la mayoría de ocasiones, de puntillas para no molestar.
Viene a mí el primer impacto de una foto rota.
Descorazonada, desmembrada, agujereada, rasgada. Decapitada. Mi tía guardaba
centenares de fotografías familiares. Distintos formatos, colores, del pueblo,
de sesiones con flash hechas por algún fotógrafo profesional, con ovejas, con
personas o sin. Un día empezó a romperlas, pero no a tirarlas. Eliminar una
foto es un sacrilegio para un supersticioso, como abandonar un alma. No se
deshacía de ellas, tan solo garabateaba la cara del que ya no quería, recortaba
la cabeza del que para ella era innombrable, partía la foto eliminando a un
protagonista. Tras los hechos eran devueltas al álbum, a la caja, con el resto,
como si nada. Como si pudieran mirarse todas ellas sin inmutarse. Rolan Barthes
en La cámara
lúcida, decía que “la fotografía siempre necesita una máscara de lo puro,
pues por norma general, nadie quiere ver la realidad en estado puro, siempre es
mucho mejor rodearlo todo de ruido para ocultar ciertas cosas”. La destrucción, ese era el ruido de mi tía.
Descubrir aquellas fotos hizo que diera aún más validez a
las imágenes. Encontrarme aquel cajón sin rostros consiguió mantener viva mi
curiosidad por saber quiénes eran el nuevo non grato. Desde niña exigiría fotografías
en cualquier ocasión, me ardía la necesidad de guardar los momentos en papel.
Tenerlos a mi custodia, habitación llena de álbumes, a salvo de los cortadores
de cabezas.
Anne Michaels dijo
en Miner’s
Pond que “la memoria es una selección acumulativa. / Un cable submarino que
conecta un continente / con otro, / electricidad que atraviesa la negra
salmuera de la distancia.” Tal vez por ese miedo a la distancia y a la
selección acumulativa, que no quiere decir siempre ajustada y veraz, necesite
fotografiar el mundo. Para no olvidar nada. Para ofrecerle a la memoria (débil) un ancla que la fije, que le ayude a no alejarse de nuestra orilla.
Leyendo a Ernaux me doy cuenta de que el objetivo no ha
llegado a la totalidad. Que la vida está plagada de situaciones, de personas,
de fechas, de las que no guardo el negativo. Algunos ya no están, será
imposible. Y pienso en los que sí y en cómo decirles que necesito capturarlos
en un trocito de papel porque no puedo fiarme solo de la memoria. Que no les
garabatearé la cara nunca, como mucho las bordaré. Que es mi único consuelo.
Como escribió Magalí
Etchebarne en Los
mejores días, “el consuelo es la euforia de unas horas, la iluminación.” La
luz esparcida entre las sombras, la distancia que separa el pasado del
presente.
Fotografías bordadas de Francesca Colussi Cramer. |
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