La
amortajada de María Luisa
Bombal “a la llama de los altos cirios, cuantos la velaban se inclinaron,
entonces, para observar la limpieza y la transparencia de aquella franja de
pupila que la muerte no había logrado empañar. Respetuosamente maravillados, se
inclinaban sin saber que Ella los veía. Porque Ella veía, sentía.” ¿Imagináis
que el muerto al que veláis os está viendo, bajo las pestañas cerradas, y está
pensando en todo lo que no hicisteis por él en vida? ¿Quién nos dice que no es
así?
Aspiramos a que nos quieran bien. A que los que están a
nuestro lado entiendan nuestros ojos de tristeza, nuestras preocupaciones, los
miedos, el dolor, la necesidad. Que sean capaces de identificar cuando la
lágrima está punto o cuando la alegría pudiera desbordarse por un gesto suyo.
Creemos que tenemos el tablero a favor, que todas las piezas están dispuestas
para ganar. Que el juego está controlado. Pero como decía Caroline
Lamarche en La memoria del
aire “sí, jugábamos una partida intensa y extraordinariamente compleja,
semejante a una partida de ajedrez en que la mayoría de las veces yo acababa en
jaque, a pesar de mis reinas, mis reyes, mis alfiles, mis caballos y mis
caballeros.” Tenemos el equipo ganador: los padres, los hermanos, los amantes,
los amigos, los compañeros, los vecinos, los conocidos… Pero nos siguen dando
jaque mate. ¿Y si fueran conscientes que una vez amortajadas les rendiremos
cuentas?
Que nos quieran bien. No sufrir, empatizar, esperar, ir de
puntillas para no molestar. Que nos atiendan, que nos busquen, que nos piensen.
Que no nos abandonen, mientras estemos vivos. Leía a Ana María Moix en A imagen y semejanza
y aseguraba que “todas las calles desembocan en los muelles y qué triste es
tener que abandonar las casas para que las paredes y los libros no nos vean llorar.”
¿Deberemos esperar a la mortaja para exigir responsabilidades? ¿Deberemos
ocultar el llanto hasta tener la boca sellada y no poder pedir ya el auxilio
sonoro? ¿Eso será? ¿Que no nos vean llorar?
Giulia Rosa. |
Queremos convencernos de que es posible el bien querer. La
semana de los muertos, la que cambian la hora, la que ordenamos el armario. Nos
ponemos ropa de abrigo, sacamos la manta y encendemos velas porque parece que
caliente más, a falta de chimenea. Porque "las cosas son inevitables cuando
acaba el frío" escribió Alba
Flores Robla en Autorregalo, así
que, tal vez, su llegada consiga que todo se aserene. Apuntó Edurne Portela, también, en Formas
de estar lejos que la nieve “hace que la realidad se suavice, que los
contornos se difuminen, que se pierdan los ángulos. Crea una versión particular
del silencio. La nieve protege. La nieve es una forma de estar lejos.”
El frío exige el resguardo, el calor, aquel que nos
permita escondernos, estar lejos. Esperaremos, siempre, no tener que llegar a
la mortaja, al velatorio, a los ojos cerrados. Esperaremos, siempre, que
nuestros alfiles, reyes, reinas, torres; sepan consolarnos cuando aún estén a
tiempo. Cuando llegue el frío y ellos nos protejan como la nieve. Porque sabemos,
como dijo Lara
Moreno en Tuve
una jaula, que “… todo final es una herida. Toda cicatriz guarda un
secreto.” Que la recién estrenada oscuridad a media tarde, que la calefacción ya en
marcha, que la nariz fría, que los pies helados, son síntomas de auxilio. Y
ellos, los nuestros, tal vez puedan calmar la cicatriz, la neutralicen, la congelen… y nos
escuchen cuando aún no tengamos la boca pegada.
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