¿Y su abuela cómo tenía
las manos? ¿Y su madre? Antes de responder mi mente reprodujo imágenes y más
imágenes, decenas de ellas. Manos, manos y más manos. Sus manos lavando,
tejiendo, avivando el fuego, despellejando un animal, lavando las verduras.
Llenas de tierra, de frío y de ternura. “Llevaba dentro de mí una carga de
cosas embalsamadas, de caras mudas, de palabras de ceniza, de países, voces,
gestos que no vibraban, que no pesaban, muertos, en mi corazón.” Así lo decía Natalia
Ginzburg en Las pequeñas
virtudes y así lo viví ante las preguntas del doctor. Una carga de cosas
embalsamadas. Caras mudas. Palabras de ceniza. Una carga. La herencia se convirtió
de un plomazo en una carga, en un peso, en unas manos a copia y semejanza de
las de las mujeres que me precedieron. A copia y semejanza del dolor y no de la
valentía.
Vi a mi abuela postrada
en una cama siendo aún una mujer joven y a mi abuelo quedarse con los ojos blancos.
Yo siempre repetía: “de todo menos ciega, de todo menos ciega, por favor, ciega
no… qué haré yo sin leer, sin ver el mundo y el cielo. Ciega no.” Mi madre me
decía que no dijera tonterías, que las enfermedades de los viejos no se heredan
y que dejara de llamar al mal tiempo. Con los años he aprendido que pedir
deseos no funciona. Ni las velas en los cumpleaños, ni con las uvas de Año
Nuevo, ni encontrando tréboles de cuatro hojas, ni soplando un diente de león o
cazando una estrella fugaz. Nada de eso cumple los deseos, tampoco el
repetirlos. Todo eso tan solo destapa el miedo, lo libera al mundo. Nos deja a
la intemperie porque hemos pensado, ni siquiera pronunciado, ese temor. Y como
bien decía Rosa
Berbel en Las
niñas siempre dicen la verdad, “nuestro temor desvela un paraíso / de incógnitas
selladas hace tiempo”. Y ese paraíso de incógnitas selladas no deja de ser el
terror a repetir el patrón no deseado, el temblor por heredar lo que duele, lo
que nos hace vulnerables, lo que nos resta el valor que algún día creímos
tener.
“Las manos, antes de
encontrar la palabra, intuyen, palpan, reconocen. Son ciegas hasta que no
encuentran esa luz que termina convirtiéndose en escritura. Y en esa búsqueda,
encuentran otras manos que dan cobijo y acompañan. Y es durante épocas de más
oscuridad cuando otras manos se hacen más necesarias, cuando la luz que
desprenden guía más que nunca.” Ahora que mis ojos no quieren ver cómo se
pierden mis manos. Ahora que estas me exigen parar lo que a mí me daba luz. Parar el
tejer, el escribir, el sentir con ellas. Ahora solo hay oscuridad a la espera de esas
otras manos que acompañen, que guíen. Que me digan, susurrando, que todo irá
bien y que encontrarán la palabra. Las manos de las que habla María Sánchez en Tierra
de mujeres así lo gritan. Que ante la oscuridad, por muy ciegos que estén
mis ojos, otras manos vendrán al auxilio de las mías. Otras manos se harán
cargo de esas cosas embalsamadas.
No queda otra, una vez
más, que aprender a vivir de nuevo. Tener conciencia de la pérdida, reconocer
que son manos heredadas de trabajadoras incansables, verlas llenas de tierra y
recordar lo que fueron y lo que serán a partir de ahora. Como decía Sara Herrera Peralta en Documentum, “sobrevivir a la
intemperie / como las personas / que comienzan.” No queda otra, sobrevivir como
las personas que comienzan.
Desconozco lo que te está ocurriendo en las manos, pero, a veces, no hay que aceptar los diagnósticos como si fuesen sentencias inapelables.
ResponderEliminarSe dice que las enfermedades suelen comenzar con una emoción mal gestionada. Quizás sabiendo la causa emocional, puedas llegar a sanar la consecuencia física.
Te lo cuento porque lo he experimentado en mí con otros malestares físicos.
Ojalá que tus manos sanen para que puedas seguir creando magia y sigan dándote luz a tu vida.
Rosa, agradezco enormemente tus palabras. Es cierto que pienso en cómo somatizamos y cómo nuestros puntos débiles de manera física se paran ante lo que sentimos. Gracias por tus palabras, te haré caso ;) Gracias por pasar por aquí.
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