Le gusta
ducharse con agua a más de 38 grados; siempre tiene frío, hasta en agosto. Tiene
preparado el transportín por si se cala fuego salvar a su gata antes que a nada.
Es un desastre en la cocina. Ha llegado a poner caldo de pescado, y no leche,
en un café. Le acompleja su nariz. Llora a la mínima y le encanta hacer
regalos. Podría sobrevivir a base de lentejas, tortetas de Aragón, longaniza
Bi-her y mochis de queso del Udon. Le gustan las sorpresas y la gente que la conoce por su mirada. Aquellos que no necesitan más que la cantidad de luz de sus
ojos verdes. El que la entrelee, el que sabe que necesita un abrazo. Los abrazos.
Le apasiona la literatura tanto como el monte. En un momento de su vida pensó
que la familia era su mayor tesoro, ahora sabe que no, pero la herencia de
antaño la fortalece. Tiene miedo a la soledad, a quedarse sin manos y a vivir para
siempre una vida de mentira. Se cree una cobarde que ha corrompido sus sueños.
Se adueña de versos de escritor@s con asiduidad, como este de Gil
de Biedma hace un momento.
Lloré en los primeros
cinco minutos de Historia
de un matrimonio. El resto fue previsible, sobre lo esperado. Pero yo lloré
en las primeras escenas cuando cada protagonista lee en un papel aquello que ha
escrito del otro. Cualidades que solo se pueden saber si se quiere, si uno
importa, si se ha estado ahí a la distancia que sea. Cualidades que no paran el
curso de las cosas, claro. Porque la vida son ciclos, ya lo vimos en Los amantes del círculo polar. Todo empieza para terminar. Por mucho que duela todo
se pierde.
Pineta, Llanos de la Larri. Septiembre 2018. |
Leía en El
arte de perder de Elisabeth
Bishop que “no es difícil dominar el arte de perder: / tantas cosas parecen
llenas del propósito de ser perdidas, / que su pérdida no es ningún desastre.”
Qué seguridad semejante afirmación. Como si perder unas llaves, unos libros de
la biblioteca, un calcetín o una calle; fuera lo mismo que ir perdiendo aquello
que te hace fuerte, que te da paz o calor. La fuerza de la que debe apropiarse
una para entender que la pérdida no es un desastre. Que las pérdidas generan un
buscar que nos une a otros que también buscan. Siempre los hay que buscan. “Empezaba
a ver que los que los que buscan a una persona tienen algo, una marca cerca de
los ojos, de la boca, la mezcla de dolor, de bronca, de fuerza, de espera,
hecha cuerpo. Algo roto, en donde vive el que no vuelve.” Este fragmento de Cometierra
de Dolores
Reyes me ha asaltado de nuevo tras leer a Bishop. Ese reconocer a los que
buscan como miembros de la misma manada. Ese unirse a los que evitan el
desastre, aunque ya hayan perdido todo.
Mientras, esperamos que
alguien nos defina. Que un día nos encontremos una hoja de libreta arrancada
con unas líneas escritas en letra bien pequeña, apresurada, en boli azul, que
dejen constancia de nuestra existencia. Aquel que fuera capaz de escribir
cuatro frases con lo que sabe de nosotros y puede que no sepa nadie más. Leer,
como en el inicio de este post pero sin haberlo escrito nosotras, que alguien nos está observando, nos está
viviendo desde afuera. Nos declara esa complicidad, ese darnos color al blanco y negro, ese no
perdernos porque nos retienen.
Seguiremos esperando como
Nusch Éluard.
Haciendo uso, como ella, de nuestra inmutable disciplina de la espera.
Esperamos la pérdida, sin desear el desastre. Disciplinadas. Aceptando que todo
puede pasar, que todo puede terminarse, que todo puede volver a empezar.
Esperamos encontrar ese papel que nos haga temblar porque vence a la
invisibilidad. Pero esperaremos susurrando. Confiesa Olalla Castro, en Inventar
el hueso, que "lo que de verdad es peligroso ha de decirse en voz muy baja". Y
es peligroso luchar por dejar de ser invisible, por eso seguiremos de
puntillas. "A veces resistimos susurrando". Y susurrando esperaremos que nos salve ese papel escrito
en tinta azul .
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