Guardamos recuerdo
siempre de las primeras veces. Como si estuviéramos seguros de que no volverán
a suceder, por si acaso. Atesoramos ese momento, sea punzada en el estómago o
piel de gallina de emoción. Recuerdo la primera vez que padecí por otro, que
sentí que temblaba porque alguien a quien quería sufría. Tras un accidente
doméstico el salón quedó inundado de sangre y mis padres se llevaron
a mi hermano, dejándome sola en casa. Auxiliaron al herido y quedé allí, entre
gritos, nervios y corre-vuelas. Cerraron la puerta y descubrí lo que era la
angustia de la espera, la incertidumbre del silencio.
Annie
Ernaux escribe en El
uso de la foto: “El horror en el otro extremo de nuestro amor, como si el
mundo exterior, siempre, debiera situarse ahí: detrás de la ventana de la
cocina.” Certificando que tras la cotidianidad, tras la tranquilidad de la
rutina, tras la cortina; puede aparecer el dolor más tremendo sobre aquellos
que amamos. Que nada de lo que hagamos, digamos o deseemos puede calmar el
desconsuelo, que no es nuestro, y que la luz podrá, o no, seguir entrando por
la ventana de la cocina. Eso también se aprende, que todo transcurre sin que
podamos cambiar el rumbo de esa luz.
Con los años fortalecemos
una coraza que nos cubre y no deja al descubierto nuestro ser vulnerable, como
si camináramos constantemente bajo la capa de invisibilidad de Harry Potter.
Pero no estamos en Hogwarts. No tenemos la varita para alejar las maldiciones,
ni para engañar al tormento. Leía estos
días a Anne
Carson y asentía cuando afirma que la vida son riesgos, que vivir implica
proteger el corazón herido. Corazón coraza. “Después de todo el corazón no es
una piedra pequeña que pueda rodar de esta manera y aquella. La mente no es una
caja que pueda cerrarse rápido. ¡Y aun así lo es! ¡Lo es! Bien la vida implica
riesgos. El amor es uno de ellos. Terribles riesgos.” Cuánta razón en La belleza del
marido, cómo duele ese dolor de los demás. Cómo duele el amor. Cómo inquieta reconocer que no disponemos
del remedio para curar ese daño que no lleva nuestro nombre.
La mente no es una caja
que pueda cerrarse rápido. Toda la preocupación sigue reproduciéndose en esa
cabeza pensante nuestra. Parece que no pare el motor y sin darnos cuenta
engrandamos el suplicio aunque ni así consigamos salvar al que sufre. Porque Leila Guerriero ya lo dijo en "Rota", que la gente no salva a la gente. Aunque nos
esforcemos, aunque luchemos, aunque amemos, la gente debe salvarse sola. Asentimos
estar mejor, estar bien, pero no es verdad. Y esa mentira nos hace sentir un
monstruo, un animal, un ser lleno de secretos y de pájaros oscuros. Porque no
es verdad. Y es entonces cuando nos
decimos si el otro sabe que debe salvarse solo.
10 de Enero de 2020. Tras 16 días de niebla. |
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