Tío,
Ayer terminó el otoño, nuestra
estación. Los meses en los que la montaña habla más que nunca. Cuando
regresabas cargado de setas. Esas caminatas en las que el bosque estaba frondoso
y la humedad conseguía ese olor a verde que tanto nos gustaba. ¿Cómo huele el
verde? Se deben preguntar los que no lo saben. Llegabas calado hasta los huesos,
pero satisfecho. Dichoso de tu paseo entre los colores del monte en estos meses,
orgulloso de tus hallazgos y de tu aventura paso a paso entre la tierra mojada.
Embarrarse era el objetivo, si no es que no se ha salido.
Salí a caminar para aprovechar el
silencio de dentro y todo el ruido del bosque y así poder explicarte. Recordé
un fragmento de Hasier Larretxea
en El
lenguaje de los bosques que te hubiera leído: “Desde que tengo memoria, el
bosque ha ido recogiendo las pulsiones y los susurros que le lanzábamos al subconsciente,
durante los paseos en silencio. […] Todo tiene un sentido y una esencia. Adentrarse
en la espesura de los bosques supone adentrarse también en las profundidades de
uno mismo.” También a ti te agradaba salir solo al monte, como a mí, porque
sabíamos que ese silencio nos llevaba a lo más adentro, porque sabíamos que regresábamos
como nuevos.
Los pies húmedos y la mirada al
cielo, a su inmensidad, para no perderse detalle del tono que nos sobrevolaba.
Acertaba Leslie
Stephen al afirmar que, ahí tan pequeñitos, cuajaba la melancolía, la tuya y
la mía. “Y cuaja la melancolía cuando el alma humana reconoce de manera
espontánea su propia pequeñez, enfrentada a lo que nos hace llamar eterno e
infinito.” Melancolía que se instala cuando acaba el otoño porque llega la
Navidad. Así, sin avisar.
Cielo del último día de otoño, 2019. |
A ti tampoco te entusiasmaba, no
te gustaba ir a por regalos y te acostabas dejando la mesa llena de música y de
turrones. Pasabas esos días esperando poder escapar a la nieve, cambiar el tono
ocre del otoño por aquel blanco brillante que también te mojaba los pies. Te
gustaba recibir los calcetines tejidos por tu hermana, sacabas algún billete
para dar a los pequeños y eras el primero en llamarme agradecido tras encontrar en tu buzón la postal de Navidad. En esa llamada repasábamos la vida y nos decíamos que había que
brindar antes de terminar el año para que el siguiente fuera mejor. Brindábamos
gracias a una postal que nos decía que las fiestas había que vivirlas.
Desde que te fuiste no he vuelto
a escribirlas. Ha cambiado mucho la Navidad desde entonces. Te sorprenderías,
te entristecerías. Ya no se compran postales de Ferrándiz,
ni ninguna similar, ya nadie llama ni por las postales ni para felicitar las fiestas.
He intentado tejer los calcetines para la mama, pero solo tengo un pie… mis
manos tampoco son las mismas. No hay reuniones, ni mesas cargadas de comida ni
de gente, no hay planes ni panderetas, poco turrón y los regalos son escasos. Yo
también pienso solo en escaparme a la nieve y mojarme los pies.
A menudo recuerdo cuando nos
juntábamos todos para fer cagar el tronc. Apretujados en el comedor de los
yayos, junto a la estufa de leña. Y me viene el fragmento de María Sánchez en Tierra de
mujeres, con el que coincidirías: “Como el venero, recordándonos una y otra
vez el origen, la raíz, el comienzo. Como las semillas que siempre se guardan, como
un rito, como una forma de recordar una y otra vez de dónde venimos y a dónde
deberíamos ir.” Alrededor de aquel tronco estaba todo. La raíz, el origen, el
comienzo de nosotros mismos. Debe quedar el rastro, me digo, debe permanecer
grabada la memoria, debe estar ahí la herencia… pero se ha diluido y debe ir
valle abajo como el venero.
Ahora la mesa estará casi vacía y
habrá silencio. Si pudiera pediría un trueque y parafraseando a Gerardo
Diego con su villancico, "¿Cuánto me dan por la estrella y la luna?", soltaría un ¿Cuánto me dan por la Navidad
entera?. Pero sé que no se debe gritar. Resistir susurrando, recuerda. Que
hay que pasar por ello porque los hay con las mesas llenas. Que el padre de Maribel
Andrés Llamero ya se lo dijo en el Autobús
de Fermoselle: “… que en estos campos / mudos aprenda a acallar las
palabras / porque todo lo que no es silencio, hija, / acaba por ser aullido.” Todo
lo que no es silencio, tío, acaba por ser aullido. Por eso pasaremos de
puntillas, también, por estos días. Para que no sean aullidos que espanten el
bosque. Para que el recuerdo del solsticio de invierno siga siendo, como lo era
para nosotros, el cambio en el color del monte y no el ruido de las
celebraciones y de los regalos. Feliz Navidad.
Cielo del último día de otoño, 2019. |
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