“Vamos a ver, ¿qué es
esto? ¿Qué sentido tiene toda esta oscuridad que me rodea? ¿No habrán ido y me
habrán enterrado viva cuando estaba vuelta de espaldas, verdad? ¡Vamos, cómo me
iban a hacer semejante cosa! Ah, no, ya sé lo que es. Estoy despierta.”
La lucidez de Dorothy
Parker nos dice que lo único que ocurre es que estamos despiertos. Que “todo”
lo que vivimos alrededor no es más que la nueva realidad. En ella hay que ir a
tientas, con los brazos extendidos para no tropezar. Con los ojos bien abiertos
para poder intuir entre las sombras y no pisar donde no debemos. Toca acostumbrarse
a esta nueva luz. Imaginar que esta tormenta de verano, la de la tarde del
domingo, con la que hemos dormido la siesta tan a gusto, será el cielo a partir
de ahora.
Ser conscientes de que este cielo rabioso, tras 87 días, no solo ofrece la calma para arrebujarse bajo las sábanas y disfrutar de esa placidez. Sino que también trae consigo la oscuridad, la duda, la desesperanza. En ocasiones reina la contradicción y nos obliga a estar atentos, a separar el grano del trigo. A ser lúcidos igual que Parker y saber que no estamos enterrados, tan solo despiertos y aclimatándonos a la nueva normalidad.
Ser conscientes de que este cielo rabioso, tras 87 días, no solo ofrece la calma para arrebujarse bajo las sábanas y disfrutar de esa placidez. Sino que también trae consigo la oscuridad, la duda, la desesperanza. En ocasiones reina la contradicción y nos obliga a estar atentos, a separar el grano del trigo. A ser lúcidos igual que Parker y saber que no estamos enterrados, tan solo despiertos y aclimatándonos a la nueva normalidad.
Cielo del sábado 6 de junio de 2020. |
Escribe Rachel Cusk que
“la “normalidad” es el delicado equilibrio que alcanza la vida cuando no hay
trastornos, es el registro en blanco de los acontecimientos y sus secuelas, que
se recose y repara a sí mismo despacio, como la superficie de un estanque
vuelve a quedarse en calma poco a poco después de lanzar una piedra.” Muevo la
cabeza en negación, levanto las manos, grito con la voz más aguda que puedo. Escuchamos
esa palabra a diario en los medios y nos brindan esa nueva situación con dicho
nombre. Como si tan solo hubiera caído una piedra en el estanque. Como si el
remolino de agua regresase a su inmovilidad segundos después. Han pasado 87
días, no unos segundos de círculos en el agua. No ha sido una piedrecita en el
estanque, ha sido un maremoto que ha desconcertado hasta al cielo que nos
cobija.
No hay besos, no hay
abrazos, no hay encuentros ni reencuentros. No hay familia, no hay contacto ni
caricias. No hay lloros a pocos centímetros, sí tras una pantalla compartida. No
hay planes, no hay agendas ni sorpresas. Sí hay trastornos, sí hay secuelas. Quedarán
cicatrices imborrables, hendidas en los recuerdos y atadas a los sueños que
pudiéramos tener. Será difícil remendar, tanto como zurcir unos vaqueros. Necesitaremos
aguja gruesa, un buen dedal y mucha destreza para recoser la carne herida. Para
recomponer el puzle. Para amarrar la nostalgia, de la misma manera que un globo de helio, y no
dejarla escapar.
Aprenderemos a vivir con esos noes, con las reparaciones pendientes, con todos esos días
perdidos cargados de tanto o de tan poco. Ya sabemos que el cielo será gris,
pero debemos aprender a disfrutar también de él, del mismo modo que en la siesta. Seguiremos
anotando lo ocurrido porque, dice Annie
Ernaux, escribirlo nos ayuda a retener la vida. Tal vez así, teniéndolo
escrito, lograremos ir calmando el agua del estanque.
Aquesta situació ens deixa un estat que caldrà valorar fins on ha arribat
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