“Es verano, la vida se
pudre en el calor.
Todavía escucha, algunas noches, a una mujer que les canta a sus niños;
otras noches, tras la puerta de la habitación, su cuerpo desnudo no existe.”
Todavía escucha, algunas noches, a una mujer que les canta a sus niños;
otras noches, tras la puerta de la habitación, su cuerpo desnudo no existe.”
Me he adentrado en el universo de Louise Glück y he sofocado el calor del verano. Han vuelto las imágenes de antaño. Las luces afuera, en la montaña, en los viajes familiares. La brisa del mar, si había tocado la costa en las vacaciones. La crudeza de la relaciones familiares ante lo que socialmente se establece, o se exige, como “tiempo de placer”. Contradicciones que la hicieron a una un poco mármol, un poco flor.
Siempre llevo una toalla en la mochila cuando salgo. Mi madre me enseñó a no desaprovechar nunca un río en el que remojar los pies. Ella no dejaba escapar uno y nos animaba a descalzarnos y a sentir el hielo en los tobillos. ¡Aguantad!, nos decía. Nos resistíamos creyendo que eran locuras de mujer del Pirineo. Qué obsesión con entrar en el río, pensábamos. Ahora soy yo la que lleva la toalla y se saca los zapatos. La que dice al resto: ¡aguantad! Ella ya no viene al río con nosotros. Ya no sale. Ya no quiere. Cuando me pregunto por qué seguirá conmigo esa rutina recuerdo cómo Verónica Gerber Bicecci escribía, en Conjunto vacío, que “lo verdaderamente alucinante es que el pasado, al parecer, no desaparece, se queda ahí flotando en algún lugar y no deja de reconfigurarse.”
Flota con nosotros la herencia de aquellos estíos. Se quedan grabadas sus rutinas. Reproducimos (reconfiguramos) las acciones como nuestras. Quizá pensando que no deben perderse. Quizá con el temor de que si no repetimos sus gestos, naufragaran del todo. Elvira Lindo en A corazón abierto, decía que los oía, a ellos, a los fantasmas, y que prestaba atención porque temía que el olvido le robara el color de sus voces. Eso será.
Estany de Ratera, agosto 2020. |
Por esa razón me detengo cada pocos metros para admirar cada palmo de tierra. Por eso debo llevar los prismáticos a cuestas y, aunque no me sea fácil, busco entre los cerros más altos si pasa algún animal, algún excursionista, algún jeep atrevido. Mi padre hubiera hecho lo mismo. Lo hacía junto a mí. Ahora ya no.
Somos ellos, los fantasmas que ellos son o que fueron. Todo lo que nos enseñaron y vivimos. Lo que entonces no hubiéramos creído que fuéramos capaces de ejecutar treinta años después. Somos calcos de lo bueno y de lo malo. Los veranos con ellos, con sus silencios y su malestar. Somos sus ganas de hacer ver que nada pasaba. Salir al monte o al mar, para intentar engañar a las noches sin sueño y sin estrellas. Circular, circular, circular. No parar. El disimulo del que no está quieto. Tamara Kamenszain, en su Libro de Tamar, afirmaba que "aquí-ahora-antes, siempre circulando por el tiempo". Y aquí estamos, circulando.
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