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lunes, 2 de mayo de 2022

Encerrar la nube

Aquellas horas de niño están a salvo. […]
Madurar es esto: 
Escribir 
lo que no se entiende. 
Darle una forma que se deshará cuando el torno cese 
su cadencia circular, 
hundir los dedos en ese barro que intuye. Su torre, su 
ego, se vendrá abajo. 
Esta infancia es una pregunta dejada a medias, para 
todos los que alguna vez vimos la nube y no nos 
detuvimos a encerrarla en una forma. 
Estaba allí arriba. Estaba el viento. Estaba el sol. 
Aquello era una promesa más cierta.


Sitges, 1 de mayo de 2022.


Madurar. Escribir. Salvar al niño. Encerrar la nube. Agradezco siempre tropezar con lecturas donde el cielo habla. Aquellos autores que identifican en las nubes o en el color cambiante de allí arriba una conexión directa con lo que ocurre aquí abajo. En poemas como este de Fran Garcerá del recién publicado Rotura son recurrentes estas imágenes. La idea del entendimiento si hubiéramos retenido la forma de la nube en la memoria. Si hubiéramos hecho caso al momento para que estuviera ahora con nosotros. Pero crecer, madurar, también debe ser ir olvidando o cambiando el valor de las cosas. Dejar pasar la nube.

Ayer cumplí años y aunque sé que las horas de niña están salvadas (las buenas y las malas) también pesa el avanzar frenético de los días. Los colores del cielo siguen sorprendiéndonos y creemos que el rojo es porque grita, que el morado es la melancolía, que el azul es el radiante, pero todos repiten patrones ya aprendidos. Eso debe ser sumar, ya conocer el color de lo que acontece.

¿No es eso mismo una resignación? Pensar que ya no existe nada nuevo, que nada nos sorprenderá, que no seremos capaces de asombrarnos ante la novedad que pueda ofrecernos el mirar hacia arriba. Sí, a menudo nos rendimos. Apretamos las mandíbulas y nos dejamos llevar por la corriente de la rutina. Los hay que no alzan la mirada, que se pierden el espectáculo del ocaso y siguen como si no importara ese festival de luz. Que aprietan cada vez más sin detenerse ante aquello que pueda dejarlos boquiabiertos.

Hay que mantener, aunque las arrugas rodeen nuestros ojos, la sed de descubrimiento. Admirarse ante todo aquello extraño que nos rodea, aquello hermoso que dejamos circular sin encerrar en una forma inolvidable. A veces ocurre y debemos prestar atención. En Quebrada, la última novela de Mariana Travacio, leemos alguno de estos momentos en los que nos abraza la sorpresa. “Y así nos dormimos, esa noche, al lado del arroyo, y mientras me iba durmiendo me llegaba ese olor nuevo, con el aire. Nunca lo había sentido. Recién al día siguiente, cuando nos despertamos, le pregunté qué era ese olor. Me dijo que era el olor del rocío: olor a rocío, doña, a hierba mojada”.  Perseveremos, no hay que flaquear. Debemos oler y mirar sin medida y sin control. Atesorar los atardeceres, los rocíos, y hasta el cielo azul sin ni una nube. Nunca sabemos si en la vejez nos hará falta haber salvado al adulto que ahora somos.

2 comentarios:

  1. Ay, cuánta razón. Qué difícil es reaprender a mirar, como cuando lo haces por primera vez. Porque en realidad así es: nunca somos la misma persona, por lo que nuestra percepción de lo que nos rodea no deberíamos darla por sentado. Por que no dejes (dejemos) de mirar con ojos de niña. Y que sea durante mucho años ❤️

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    1. ¡Esa es otra! Que lo que no mires ahora luego ya no será igual, será distinto. Hay que irse salvando siempre. Gracias por estar ahí ❤️

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