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lunes, 30 de octubre de 2017

Mantengamos los pies calientes

Las mujeres de mi familia siempre han declarado y defendido que unos pies calientes protegen de todos los males. Ya de niña tenían la obsesión de que durmiera con los calcetines puestos, porque según la sabiduría popular o, mejor dicho, su herencia de las montañas, solo así sería efectivo el calor en el sueño. Todas y cada una de ellas, desde mi abuela a mis cinco tías o a mi madre, dormían con los pies tapados y aseguraban que yo, su descendiente, debía ajustar mi pijama dentro de las calcetas antes de ponerme bajo el edredón.

Nunca soporté dormir con calcetines. Era y soy, de las que una vez en el sofá a la luz tenue ya del fin del día, lo primero que hacía y hace, era quitarse los calcetines y esconderse bajo la manta. Me vino muy bien, siendo aún muy joven, un artículo en una de las revistas de “consejos de vida” de mis tías. Esas revistas donde te enseñaban desde un remiendo costurero a una sanación total a los dolores de cabeza. Leí que el dormir con los calcetines puestos provocaba la aparición temprana de las varices. Desde entonces, podéis imaginar a una niña que cada noche al acostarse decía: “no, los calcetines no, que si los llevo para dormir tendré varices.” Y así pasaron los años y Esther nunca abrigó sus pies para el descanso. Hay herencias a las que renunciamos por inercia o convicción, quien sabe.



Tal vez dicha herencia me llegó de otra manera. Quizá por esas premisas familiares ahora solo desee tejer calcetines. Por ello será que cada vez que encuentro una de las “mujeres de mi vida” solo pienso en calentar sus pies, en llenarlos de lana para generar ese calor que les dé la calidez que necesitan. En abrigar el desamparo como si todo el proceso de tejido les diera la fuerza que deseo transmitirles. Como si cada pasada en circular fuera enviándoles la resistencia al dolor, a la pena, al miedo. Como si el cúmulo de mis pensamientos avanzando la labor, les llegara luego calentando sus pies antes de dormir y les diera la paz para el mejor sueño, que decían mis tías.

Siempre os escribo sobre esas herencias de las mujeres y cómo mis lecturas acaban en otras mujeres que hablan de lo mismo. Sonia San Román me recordaba “… cuando callamos junto a la estufa / y dejamos pasar el tiempo / que necesitan – para hacerse – las rosquillas. / Rodeadas, acompañadas, / arropadas por las sombras, / sin miedo / porque los fantasmas de mi abuela / también son los míos.” Esos fantasmas, esos recuerdos, esas huellas en la piel que parece que muchas veces no queramos acompañar, pero que van atadas a nosotras. Sin poder evitarlo, aparecerán un día u otro en nuestras vidas, para quedar tatuadas y hacer que no olvidemos de dónde venimos.  Para hacer que recordemos lo que nos han ido transmitiendo generación tras generación. 



Una vez más escogí la lana a conciencia. Debía estar llena de color para Montse, por eso esta Opal con más tonos aún que el arco iris. Ella, pura vitalidad, alegría, la sonrisa más sincera. La única capaz de abrazarte en un pasillo porque sí, sabiendo que mejorará seguro tu mañana. Ella, la que tenía las palabras justas para tus lágrimas, el ánimo tranquilizador, el recuerdo más vivo que nadie para los que no están, el mejor consejo para sobrellevar y vivir las pérdidas. Ahora era ella la que necesitaba los pies calientes. Quien merecía recibir el tiempo dedicado y el esfuerzo en cada vuelta de estos Slippery Slopes Socks de Michelle Brown. Enviarle la calma, el sosiego, la garra para la lucha que tiene entre manos. Para que ese amparo le caliente los pies, para que le suene la música que aligere el miedo. Porque aunque el cuerpo no sea un instrumento perfecto, la vida siempre seguirá siendo música. 

Eso me recuerda a un poema de Màrius Torres, “Mozart”. Traducido por Vicente Gallego hace unos años y donde ya decía: “Quizá sea la vida un instrumento inútil, pero vivir es música.” Hagamos que no desentone, que siga el compás, que suene suave, que aporte calidez, como los calcetines a los pies. Que la música no se vaya, que la energía se quede y le llegue toda. 

lunes, 16 de octubre de 2017

Las pequeñas virtudes

Heredamos el sabor de la tortilla, el caldo de las lentejas, la pasión por los higos y las cerezas.

Heredamos el olor de la ropa tendida, la mecánica al doblar las bajeras de las sábanas, el orden en las cuerdas.

Heredamos la mueca en la sonrisa, que aparece con los años cuando una ya creía no tener nada de su madre.

Heredamos la verdad en la mirada. Como nos miraba nuestro padre miramos ahora con unos ojos que nunca mienten.

Heredamos el amor por las montañas, sea un valle u otro. Recogemos setas, hacemos mermelada y grabamos el cielo, teniéndolo ahí más cerca de las manos.

Heredamos la insistencia en el cuidado de las plantas. Exigimos que sigan con nosotras, aun sabiendo que acabaran muriendo una tras otra. Generación tras generación.

Heredamos las horas de labor, el movimiento de la aguja en nuestras manos, la perfección en las pasadas.  Necesitamos que el resguardo venga de antaño para no sentir el frío.

Heredamos la costumbre a convivir con la enfermedad y a recibir a la muerte. Anne Michaels decía que “identificamos la muerte y el amor cuando empezamos a ponerles nombres.” Tan cierto, tantos nombres con sus caras.

Heredamos “la herencia de las mujeres tristes”, como dijo Sara Herrera Peralta. Heredamos las lágrimas y el miedo. Heredamos la indefensión, al mismo tiempo que el amar sin condiciones. No deberíamos heredar ni la soledad, ni el terror. No deberíamos sentir que volvemos a esos tiempos convulsos de miradas asustadas. Eso no deberíamos heredarlo, porque ellas no querrían. Ellas no permitirían que sostuviéramos la lágrima y que acallarámos el grito.

Josep Maria Nogueras
Pensar en las herencias, en todo lo que nos han transmitido y siguen haciendo, no es ser infelices. Mirar atrás no es la infelicidad. ¿O sí? Natalia Ginzburg dice que sí. “… ser felices o infelices nos lleva a escribir de un modo u otro. Cuando somos infelices, nuestra memoria actúa con más brío. El sufrimiento hace que la fantasía se vuelva débil y perezosa… / nos cuesta apartar la vista de nuestra vida y de nuestra alma, de la sed y la inquietud que nos embarga. En las cosas que escribimos afloran entonces, continuamente, recuerdos de nuestro pasado, nuestra propia voz resuena de continuo y no conseguimos imponerle silencio. / Tenemos raíces profundas y dolientes en cada ser y en cada cosa del mundo, del mundo que se ha poblado de ecos, de estremecimientos y sombras, y una piedad devota y apasionada nos une a ellas.

Tal ha sido el golpe de Las pequeñas virtudes, que me atrevo a contradecir a Ginzburg. Recuperar el pasado no siempre debe ser causa de infelicidad. Tal vez sí de arraigjo y de no querer perder una manera de vivir y de sentir determinada, heredada. Nada que ver con un apellido, sino con una forma de estar en el mundo y de relacionarse con cada minúscula cosa que encontremos. Quiero pensar que todas las mujeres de mi familia, antes que yo, han estudiado el color del cielo todos los días de su vida.

Como dijo Josep Maria Nogueras: “somos trenes cargados de memoria / viajando hacia el futuro” Por eso quiero creer que no es infelicidad, solo memoria. De ahí su foto hoy aquí, porque con cada imagen ya escribe poesía, imposible sentirse impasible antes escenas capturadas como estas. Y es poesía de nostalgia hacia todos los que han vivido antes por nosotros. Porque debemos abrir las ventanas al recuerdo, quién sino habitará el silencio de las casas cerradas…                                                                                                                                                             

lunes, 9 de octubre de 2017

Trozos de tiempo que anudamos. Blooming Shawl Kal.

La memoria reserva llaves escondidas,
enciende luces que ya no sirven
más que para doler.
Un trozo de tiempo alegre y lejano
puede brillar ahora.
Y no eres tú, pero sí eres,
la que aparece.

En ocasiones me han preguntado por qué tejo. Como si el danzar de mis agujas susurrara la existencia de un motivo para ello. Cierto. Tejo por herencia, porque tengo la llave de esos recuerdos, de esos trozos de tiempo en los que no estoy pero en los que me veo. Por eso los recupero con el hilo, para no perder el legado de mis mujeres. No tan solo familia, sino todas aquellas que han dejado labor en mi memoria. Las palabras de Lucia Berlín definen esta idea como álbumes de recortes mentales, planos congelados, instantáneas de gente a la que amamos en distintos momentos. Cada uno de esos planos queda almacenado y debe reavivarse para que no se apague, para no perderlo.



Cada labor, tanto la recibida como la entregada, tiene su recorrido. De dónde surgió la lana, la razón por la que se tejió, la decisión de a quién iba dirigida. Eso implica tiempo. Tiempo dedicado a esa persona desde la elección del hilo, al estudio del patrón, el tejido, los libros leídos esas semanas de trabajo, las fotos resultantes durante el proceso, los hechos vividos en el día a día con dicha labor presente, las pasadas hechas, deshechas y rehechas. El conjunto forma un álbum, crea una historia que como dijo Piedad Bonnett, "no es hasta que no se cuenta / Si vivida fue trozos de tiempo que anudamos, / contada es rama seca / que sacamos del hielo cuajada de cristales." Por eso contamos las labores, para que existan.

Toda labor terminada y contada ha creado esa historia, ya está viva. Tanto si es para una como si no. Este chal nació en Oporto. Desde el Duero se vino esta Phoebus de Lopo & Xavier. Allí decidí que esa lana portuguesa, con su olor a oveja que aún perdura, sería un chal para mi invierno. Empezó ahí la historia, entre el cariño de otras lanas y la amabilidad lusa. Fue la primera decisión. La segunda llegó de la mano de Sarah; el patrón, del Blooming Shawl. Rombos eternos que convirtieron las vueltas en interminables y exigentes. Reclamando el freno tras la tendinitis. Historias que acompañan a las labores. Dos meses de verde entre mis manos, con su olor a campo, sus trocitos de paja todavía en ella. Retales de Oporto, de sus gaviotas y mi buscar su lana para crear memoria de mi viaje.

Con el tiempo cada vez que lo lleve puesto, que abrigue mis mañanas de niebla, que me abrace en los momentos que deba, me llenará de recuerdos. Avivará esa luz desde tierras lusas, mi verano, mis horas con Sarah, mis semanas de parón… y la magia del resultado. Ese verde creará una nueva historia dentro de las historias de labores que escriben mi vida de tejedora, mi vida de mujer.