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lunes, 3 de septiembre de 2018

El viajero nunca vuelve

Todos deberíamos viajar solos. Experimentar la sensación de no tener con quien hablar, a quien preguntar, exigirnos tener que decidir. Buscar un solo asiento o comprar una entrada, aclarando siempre con un “sí, voy sola”. Acomodarse en el tren, escuchar los pensamientos propios e imaginar los del pasajero que nos acompaña. Desconocido, atento siempre a los movimientos del vecino. Nos sentimos vigilados de lo que leemos, tejemos, damos al play o incluso nos desnuda sobre lo que discurrimos en silencio. Sabiendo, eso sí, que no volveremos a verle aun habiendo compartido tantas horas y secretos.


Apearse del transporte y pisar firme. Alzar la vista y que tus ojos admiren solos ese cielo porque difícil será compartirlo a la vuelta. Hay matices, nubes, que no pueden luego explicarse. Desplegar el mapa inmenso o el google maps, tener en mente dónde se quiere ir y por qué se quiere visitar con la intención más pura de estar viajando, y nunca de ser turista. Hace tiempo guardé una charla entre Andrés Neuman y Jorge Carrión sobre los viajes. Y el primero dijo algo que me había repetido yo en cada una de mis salidas: “El viajero es alguien que no vuelve nunca del viaje. El turista vuelve siendo la misma persona que salió de viaje”. Porque solo así se disfruta, siguiendo en el lugar del que vienes y viviendo con intensidad aquello que traes contigo en la maleta. Y si una viaja sola es aún mayor la sensación porque todo es tuyo, porque todo llena tu mochila en el más absoluto de los silencios, porque ya nunca serás la misma tras un paraje nuevo.

Caminar y observarlo todo, cada piedra, cada ventana, cada campo. Mirarlo como si fuera la primera vez. Sandor Marái decía que hay dos maneras de mirar las cosas: como cuando las ves por primera vez y las quieres conocer, y como cuando te despides de ellas. Llegar a los sitios y convertirse en una niña que memoriza con los ojos todo lo que ve, que no quiere perderse detalle, absorber la novedad para cuando se vaya poder mirarlo de manera distinta como si fuera un poquito más suyo, como si formara parte ya de ella para siempre.



Viajar sola es un poco como nadar. Los pensamientos no cesan, es como hablarse para uno, no en voz alta, pero sí dialogando sobre lo que ve, lo que siente y lo que aprende. Como si lo repitiera para luego poder contarlo a los suyos a la vuelta, para poder escribirlo. Lo fotografía todo para que la memoria no pierda la imagen, el color de ese día. La mente no para el movimiento, sigue su rutina, maquinaria mental del non stop. Como aquello que dijo Ginzburg en Las pequeñas virtudes: “El alma no se libera de sus vicios, tampoco adopta otros nuevos. Igual que la hierba, el alma se mece en silencio en su verdeante soledad, abrevada por una lluvia tibia”. Andarse una sola por el mundo, viajar sin compañía, hace que mente, cuerpo y sentimientos, sean completamente suyos; porque la soledad también nos hace fuertes y ese vicio del alma de hablarse, cuando uno está solo, es aún más fascinante si lo hace en terreno desconocido.

Una se fotografía a ella misma, va sola, y sigue los pasos de los que ya estuvieron en ese lugar. Tal vez caminaron por allí antes Delibes o Machado, por ejemplo. Bajaron esas mismas escaleras y miraron y admiraron desde la ventana en la que está. Carrión dice que “Si viajas para escribir tu atención se multiplica automáticamente. Cuando viajas en serio, lees en serio y piensas en serio”. Me encanta la idea del “viajar en serio” porque una parece que se empapa de todo, que no solo pulula por el mundo, sino que se lleva un trocito del lugar a su vuelta. Que no es solo un viaje, sino una guinda a la experiencia, una página más a los años viajados, una nueva sabiduría que anotar en los diarios. Todo eso que no obtienes con el pasear por pasear, sino solo con el agarrarse a la tierra que una pisa.

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