Recuerdo
la primera vez que visité el pueblo donde nació. Lo recorrimos poco a poco,
acompañados de la sonrisa colgada, ese día sí, de su rostro triste. Caminamos
sobre piedras, con el conocimiento de que estábamos pisando espacios antes
llenos de vida. A medida que nos adentrábamos en el pueblo decía: “eso de ahí
es el campanario que aún no ha caído del todo”, “esta era mi casa, ¿ves eso? –
gritaba señalando los escombros – era nuestro salón, donde comíamos los 8
alrededor de la mesa” “¿Y eso? La cuadra de nuestras vacas debía estar más o
menos aquí”. Su entusiasmo se mezclaba con la pena. Su seguridad nos mostraba su
memoria nítida, como si recreara un escenario 3D y lleváramos todos las gafas puestas
para visualizarlo como él lo recordaba, como él lo estaba viendo en realidad.
El pueblo de mi
padre está en ruinas. Abandonaron el Pirineo en los años 70. Bajaron todos
y se repartieron entre el Pre-Pirineo, otros valles o la ciudad. Dejaron el
terreno adueñado por las vacas que allí quedaron, algunas, abandonadas a su
suerte; por los lobos y el resto de animales que se hicieron reyes del lugar. Cargaron
sus enseres, todo lo que no debía quedarse allí. Tal vez sabedores de que ese
sitio dejaría de estar vivo. Hasta los topes, reloj de pared centenario, la
máquina de hacer chireta que pocos tenían. Herencias de montaña que debían
llegar a la civilización.
La Bastida de Bellera. Foto de TecnoFes. |
En todas las visitas
siguientes fuimos nosotros, sus hijos, los que ubicábamos las habitaciones, la
entrada de la casa o la plaza del pueblo. Todo desde el abrevadero que aún
utilizaban las vacas, desde donde avistábamos la zona siempre a nuestra
llegada. Justo bajar del coche nos iluminaba la famosa foto familiar en blanco
y negro que tanto conocíamos. Foto de la familia, con mi padre bien pequeño, que
siempre hemos tenido presente como el único retrato de los Riba.
La necesidad de explicar
esto surge de la lectura de un artículo
en el que ha participado María Sánchez.
Leerlo fue regresar a esa primera vez. “Cuando un pueblo muere, no viene nada
después. Desaparece una cultura, un patrimonio y unas costumbres adheridas a él”.
Con los años tuvo lugar una reunión de los descendientes del Pallars. Entre
todos decidieron declarar la zona patrimonio rústico, lo que significaba que
dejaba de ser edificable, reconstruible o habitable. La decisión suponía que
debía dejarse caer, que el tiempo no respetaría el recuerdo en pie, sino que
habría que hacer un puzle individual para su recuerdo. Pagar menos impuestos se
antepuso a que continuara siendo un pueblo vivo. Mantenerlo en la distancia del
presente suponía aceptar no poder rememorar el pasado sino montarlo como un
collage, como lo aprendimos nosotros de niños.
El texto apunta cómo la
pérdida de la personalidad de un pueblo aparece por la dejadez, por el abandono,
porque los que van/vamos de visita no aportamos el valor, el producto, la vida
que necesita para no extinguirse. Aquellos montañeses se rindieron. No lucharon
por mantener las piedras en pie, no aceptaron sacrificios para conseguir que el
campanario restara intacto. Aprendieron de memoria qué forma representaban
antaño los cascotes. Los hijos de todos ellos
asimilamos cada espacio como el propio de nuestro apellido, cada montículo como
el inicio de cada una de las sagas.
Pirineo catalán, verano 2015. |
Quin greu aquests pobles perduts! Menys mal que algú encara els guarda a la memòria! M’has ensenyat un menjar que desconeixía i he buscat: chireta
ResponderEliminarEva! a Catalunya, girella! N'has de menjar ;) manjar de Dioseesssss ;)
Eliminarque triste y nostalgico.en Argentina hubo pueblos que fueron abandonados por que subsistian por la llegada del ferrocarril y hoy en dia la gente del pueblo ha vuelto a revivirlos poniendo restaurantes y hoteles.como pasa en el libro " tomates verdes fritos" que al dejar de pasar el ferrocarril la gente se va
ResponderEliminarPero... cuando se recuperan, depende de quién los recupera... la esencia es más difícil de cuidar, la herencia no regresa así como así.. Un abrazo ;)
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