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lunes, 26 de noviembre de 2018

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Esta muerte que nos acompaña / desde el alba a la noche, insomne…” decía Pavese. Tras leer a Luna Miguel en El funeral de Lolita le vuelven a una recuerdos de una tarde saltando a la goma con su abuelo paterno, en plena calle. Él estaba sentado en un banco de la plaza, coloqué a sus pies mi cinta elástica en tonos neón, rosa y amarillo, y salté, salté y salté. Mientras, mi madre despedía a su madre para siempre. Dijeron que yo era muy niña para ir a un entierro, para ver a un muerto, para entrar al cementerio. Seis años contaba. Pasé la tarde de septiembre saltando, mientras mi abuelo cantaba nuestra canción: “baixant de la Font del Gat, una noia, una noia… baixant de la Font del Gat, una noia i un soldat…

Esa fue la primera de las muertes. Más tarde se vería sucedida por tantas otras, a las diez despedidas dejé de contar. ¿Por qué contaba los muertos? Días atrás, felicité a una amiga que cumplía sesenta años. Me dijo que nunca hasta la fecha se había parado a reflexionar en que vivimos para morir. Me dijo que ahora veía que todo era un camino hacia la muerte que no debía darnos miedo. Me dijo que superar ese tabú era una misión vital, tener conciencia de ella nos haría aceptar ese destino. Hablar de la muerte en el día de su cumpleaños me pareció curioso: celebrar el camino.

20 noviembre 2018. Hay que cazarlo, siempre. 

Pienso en mi vivencia paralela a los finales, a cada uno de ellos. En cómo desde ese día, en que no se me dejó asistir al lecho, los siguientes se sucedieron y yo misma aprendí los protocolos, las palabras, la ropa que ponerse o a quién se debía llamar. Me formé en reconocer “cuándo ya había pasado”. Analizando las miradas, sin lágrimas, fijas en mis ojos como intentando siempre que lo adivinara para no tener que pronunciarlo. Identificar cuándo una llamada a deshora significaba una nueva tragedia anunciada. Cómo una visita en mitad de una clase de la facultad era una pérdida grave, intensa y dolorosa. Cómo tras un adiós sin despedida, comprendía que debía ser precavida y contarle todo al siguiente que encontrara en el camino a desaparecer. No ahorrarse nunca un "te quiero" ni un "te echaré de menos". Aprendí que lo que no se daba y no se pedía, era para la muerte, como dijo Lorca. Porque ella no deja ni sombra para la carne estremecida. Lo que no se dice, lo que no se pide, lo que no se da, Ella se lo lleva consigo. El silencio lo arranca de nuestro lado.  


Helena guardó en la memoria el sonido del puño de su padre chocando contra la mesa de madera”. Grabamos el momento, como si hiciéramos una foto. Como hizo el padre de Helena en la novela, cuando supo del accidente mortal de su mujer. Nos sabemos de memoria el cielo que nos cobijaba en cada una de las anunciaciones. Nos quedamos atentos al color, a la noche, a la hora, a la temperatura; como si el cielo hablara por el que se ha ido. Como si lo despidiera ofreciéndole también la postal última. Escribimos las palabras recibidas para no olvidarlas. El “ya está”, “ya se ha ido”, “se acabó”, “ha pasado algo”, “siéntate”… Atendemos y memorizamos los ojos del miedo, del cómo empezar de nuevo.

Tras la primera a la que no fui, como la protagonista de Luna Miguel, siempre he querido ver por última vez a mis muertos. Estar a solas con ellos, cuerpos inertes vestidos de gala, como nunca han lucido antes. ¿Por qué llevan traje los muertos? Tal vez para disimular que su cara ya no es la misma, que su color es distinto, que es mejor mirar el cielo y pensar que se han ido bajo unas nubes memorables y que mudos descenderán al abismo.  


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