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lunes, 19 de agosto de 2019

El cielo no es humano

Como escribía Bohumil Hrabal en voz de Hant’a, el protagonista de Una soledad demasiado ruidosa, “El cielo no es humano y la vida encima y debajo de mí tampoco lo es”. Una se va dando cuenta de eso a medida que comprueba cómo cada año la vendimia se adelanta un poco más. Como si el grito del recuerdo se avanzara, como si siguiera el ritmo cambiado de las estaciones, como si el tiempo creyera realmente que puede olvidarse una.

Cinco años sin él este septiembre, pero la vendimia se avanza una semana este agosto. Sin él. El pastor que permutó las ovejas por las uvas. Que dejó atrás el zurrón del monte por el botijo entre las vides. Que cambió el moreno de su piel debido al sol ardiente del Pirineo por el del llano en el campo. El cielo no es humano, Hrabal, porque la tierra que lo tuvo trabajando treinta años se lo tragó.

Pirineo. Sallente, julio '19.

Leyendo Canto jo i la muntanya balla, de Irene Solà, reviví el Pirineo y la familia. Los lazos, las leyendas, les “dones d’aigua”, las montañas. Me estremecí y me sentí herida y sola. Comprobé todo lo perdido, pensé en lo que no volverá, y como dijo Idea Vilariño me di cuenta de cómo ya era alguien a la que poca gente quedaba a quién preguntar por su niñez. En las páginas de Solà leí definido a mi tío.

L’Hilari era sempre la mateixa cosa. Era com l’aire del matí, d’hora. Fresc i fi i ple d’idees i possibilitats. Però sempre com l’aire del matí. Mai com l’aire pesat de la tarda. Mai com l’aire gandul del migdia, l’aire blau del vespre o l’aire fosc de la nit.

Él era así. Siempre dispuesto, siempre lo mismo, sin sorpresas. Fresco e ingenioso, nunca con un no. Como el aire de la mañana, el de la primera luz, el madrugador. Cuando murió necesité adueñarme de cosas materiales que me lo trajeran de nuevo, como si así pudiera tocarlo. Como dijo Hrabal, “cada objeto amado es el centro del paraíso terrenal”. Y así me quedé con los libros de registro de las ovejas, las calabazas, el vino que hacía él mismo en casa, el boj que bajó del monte o el tomillo que recogió para mí. Pero, y Onetti tenía razón, todo se va desvaneciendo. El empeño, la perseverancia o la necesidad se ven atacadas por el temblor del que no está. Del que ya no estará más.

Este verano he comprobado como el vino estaba ya picado, el boj es tan solo una raíz en un macetero enorme que nunca más ha cobijado verde, las calabazas están mohosas y el tomillo cada vez es más escaso. “De ti solamente queda / aquello que me falta: / la huella de tus manos, / desmemoria / (no olvido)” como afirmaba Claudia González Caparrós en Te miro como quien asiste a un deshielo. Solo queda aquello que falta. Sus manos firmes de pastor, de jardinero, de vendimiador experto, de hermano, de tío; todas esas no están. Solo queda aquello que me falta. Porque el cielo no es humano y la vida aquí encima sin él y ahí abajo con él no es humana, ni justa, ni respeta la tibieza del recuerdo cuando pica el vino, quema el boj o pudre las calabazas.   

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