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lunes, 16 de septiembre de 2019

El arte de caminar

El verdadero caminante es aquel que se deleita en el camino, que no presume ni se jacta de la fuerza física necesaria para ello. El que, por encima del esfuerzo muscular que hacen las piernas, valora la actividad cerebral que dicho esfuerzo le depara, aprecia aquello que en paz medita y, de manera espontánea cuando camina, se imagina generador de esa armonía intelectual que suele acompañar el monótono y pesado avance de los pies.

Caminar por caminar. Por el placer de mirar, de anotar los pasos, de recordar con el tiempo qué pensaste en ese paseo. ¡Eso es! El andar sin intención de hacer ejercicio físico, sin prisa, solo con el deseo de dejarse ir y que la mente divague como cuando se nada en la piscina. Brazadas arriba y abajo pero sin agua. Unir ese paseo con la rutina del día, enlazar cada paso con los sentimientos, con los anhelos, con los deseos y los sueños que no podemos decir en voz alta. Caminar para reconciliarnos con nuestro yo, como si meditáramos. Hablarnos para adentro a medida que avanza un pie y le sigue el otro. 

El mismo Stephen afirmaba en sus ensayos que “los recuerdos de los paseos están todos datados y localizados, unidos de por vida a un tiempo y a un espacio concretos; forman, de manera espontánea, una especie de almanaque o hilo conductor al que se pueden atar otros recuerdos.  Miro atrás, y se me presenta delante de los ojos un larga serie de pequeñas viñetas, y cada una representa una etapa determinada de mi peregrinación terrena, resumida y cuajada en un paseo”. Touché, amigo Stephen. Como si de cada sesión, el caminante guardara en la cajita de recuerdos una fotografía, como si fuera una imagen de Instagram. Como si al pensar en ese día, en el recorrido, se viniera a la mente una imagen-resumen. Una imagen que nos ayudara a recordar en qué pensamos, qué ideas tuvimos, qué fotos hicimos, qué árbol descubrimos o qué sonido se nos quedó grabado aun sin ver el plumaje emisor. El buen caminante tiene todo a resguardo.

Estas reflexiones me han hecho pensar en mis salidas, en mi almanaque y en mi tío. Él también era un caminante, como yo. Le suponía un gozo salir y deambular. Cuando no podía subir al Pirineo, daba vueltas por los viñedos en el llano o era capaz de bajar a la ciudad para andar sin más y así pensar y hacer suyo el asfalto. Recuerdo los paseos de monte junto a sus botas. Pisadas firmes, mochila cargada de supervivencia y todas las lecciones en aquella cabeza pensante. No caminaba por ejercicio, ni por meta. Lo hacía para respirar, para dejarse ir, para aprender de lo que le rodeaba. Conocía cada planta y cada árbol, cada flor y cada arbusto. Cada gorjeo era identificado. Acompañarle era descubrir, era anotar en la memoria todos los nombres, nunca más desconocidos. Era no quedarse jamás con la duda de si era un mostajo o un serbal de los cazadores.

Parque Nacional de Aigüestortes, Pallars Sobirà - Lleida. Agosto '19.

Los pasos sin él, o sin poder llamarle a la vuelta, hacen que regrese con mil preguntas. Por eso, siempre estudiando, debo llevar mi guía y parar cada dos pisadas. Reconozco lo que antaño me hubiera dicho una voz y lo digo en alto, como si él alcanzara a escucharme. Porque el caminar debe ser por el gusto mismo, sí, pero entre tanto barullo de pensamientos es bueno ponerle nombre a las cosas y aprender algo nuevo en cada paseo. Que los ojos no se pierdan la belleza, esa belleza que no muere. Como decía José Antonio Muñoz Rojas en Las cosas del campo: "Todo esto sigue. Y el sonar del campo, del río, entre estas riberas de cielo hermosísimas, deja un largo eco, una llamada eterna a la belleza." Nunca hay que caminar con los ojos cerrados, nunca. 

Para todo ello el bosque, el monte, es un gran compañero. Lo debe indicar mi ADN y como afirmaba Hasier Larretxea en El lenguaje de los bosques, “El amor incondicional hacia el bosque nace desde que se convierte en un refugio y en ese amigo indivisible e invisible. El confidente, lugar de recreo y espacio donde se comienza a tomarle medida a la vida a través de sus retos.” Por eso amo, como él, ese trote por el bosque. Porque me es refugio, me da cobijo, manta, abrazo y cueva para mis miedos. Porque atesora mis susurros y es cómplice de mis secretos, porque puedo descubrir en cada recorrido un recuerdo nuevo, porque me lo devuelve y regreso a casa un poco más entera.

En los bosques azorianos nos hubieran hecho falta guías a los dos. Especies nuevas, tonos nunca vistos. Casi sin setas, solo vi un par y son de las que hubieras dicho que no eran comestibles. Bosques frondosos, húmedos, con unos troncos que no asomaban el marrón de la madera. ¡Troncos verdes del suelo al cielo, tío! Y digo al cielo porque eran bosques de árboles altos, casi tocando las nubes con sus copas. Mirar arriba te hacía sentir, como dice Stephen, tu absoluta pequeñez ante la maravilla de la naturaleza. Como si fueras una mínima pieza del decorado. Y ahí, en esa espesura húmeda y verde, caminé y caminé y caminé. Y en ese caminar, solo rompían el silencio mis pies sobre la hojarasca y el borboteo de mis pensamientos. En ese rumor iba apuntando todo, todo, todo lo que te hubiera explicado a mi regreso. 

Bosque azoriano camino a Lagoa do Congro. São Miguel, Azores. Agosto '19

2 comentarios:

  1. Aunque no vivo en una zona rural, dar paseos es algo que siempre me ha gustado (y no puedo darlos tan a menudo como quisiera). A veces te quitan nubarrones de la cabeza, o al menos te relajan.
    Saludos.

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    1. A mí solo me calma salir al campo, ni que sea media hora, cuando el día ha sido nefasto. Escuchar todo lo que pase allí borra, en parte, lo malo que hayas escuchado ;) Un abrazo.

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