De niños siempre nos preguntan qué querremos ser cuando
seamos mayores. Parloteamos sin cesar porque entonces, sin pensar en nada más,
tenemos deseos, expectativas, sueños, que estamos convencidos seremos capaces
de cumplir. Margarita
García Robayo escribía en Primera persona,
parafraseando a Agrado en Todo sobre mi madre,
que “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma.”
Pero la vida real, alejada ya de la niñez, se aleja mucho del astronauta que
solíamos soñar.
Acabamos sin estudiar lo que pensábamos. Sin ser las
filólogas, las antropólogas, las historiadoras de arte en qué nos veíamos
convertidas. No tenemos la casa que imaginamos, no tuvimos los hijos a la edad
que planificamos, no viven ya todos aquellos que creíamos que iban a estar siempre
con nosotros. Porque el tiempo y sus circunstancias moldean el camino. Le
cambian las baldosas a su convenir y hacen que los planes varíen sin
consentimiento alguno.
Aparecen personas que ya no esperábamos; desaparecen otras,
algunas aun existiendo todavía. Nos aferramos al miedo, nos paraliza el cambio,
nos quedamos sin fuerza ante la sorpresa que ha trastocado nuestras respuestas
al qué serás de mayor. “La luz frágil que emana / de todas las cosas que se
rompen / no es un movimiento, sino / un / temblor”. Así lo decía Claudia
González Caparrós en Te
miro como quien asiste a un deshielo. Y la realidad es que ese temblor ante
las cosas que se rompen, esa luz tan frágil, nos convierte ahora, ya adultos,
en incapaces de responder a la pregunta que tanto nos hacían de niños.
Miradouro do Lombo dos Milhos. São Miguel - Azores. Agosto '19. |
García Robayo asegura en palabras propias que “sea lo que sea que querramos pensar de nosotros mismos, no somos lo más parecido a lo que soñamos ser, ni somos esa síntesis que creemos ver en el espejo. Somos el resultado de cómo nos han mirado los demás a lo largo de la vida. La historia de nuestra identidad está escrita por los otros”. Y así es como el destino cambia las baldosas y cómo los que nos rodean forjan quienes somos. Son los ojos de los demás, los que nos ven, los que nos viven desde afuera, los que forman lo que vemos en el espejo.
Ojalá la imagen que tuvieran de mí fuese lo más aproximada a
la que soy y esta se asemejara a lo que soñé. Que los que construyen mi
identidad tras el espejo supieran que me inquieta ese anochecer tan temprano
después del verano, que me aterra la soledad o el despedir a los que quiero
antes de hora. Que me angustia que se pierda la memoria de los míos, que se
destruya el legado y parezca que no venimos de antaño sino que seamos nuevos.
Que supieran que la familia puede doler porque como decía Herta
Müller “lo que más te protege más te quema”. Cómo solo hay que verse en
Camile en Heridas
abiertas, reconocerse en la exigencia del cariño, en el grito ahogado por
un hueco, en la desesperación de ser un alfil que importe en el tablero. Y que,
a veces, “la salvación puede reducirse a un simple pestañeo” como escribía Hasier
Larretxea en Quién
diría, qué… Ojalá fueran capaces de pestañear para salvarnos, para
arroparnos a la vez que forman, todos ellos, quienes somos desde fuera.
A medida que crecemos menos tiempo nos queda para cumplir sueños, es la mayor tristeza de crecer, ves como pasan los años y ves como hay trenes que ya se te han pasado irremediablemente. Y respecto a que la identidad nos la crean otros, me da hasta vértigo de pensarlo. Qué poco control tenemos de la vida, verdad.
ResponderEliminarUn abrazo.
Da vértigo... pero aún es peor el no ser del todo nosotros mismos por ese ojo encima de nuestras cabezas, ¿no crees?
EliminarUn abrazo y gracias por pasar por aquí, siempre.