Cernuda se
inspiró en unos versos de Bécquer para
escribir su Donde habite el olvido. En 2002 el Centro Virtual Cervantes
organizó una serie de actos, coincidiendo con el centenario del nacimiento del
poeta sevillano, y lo llamó Donde habite el recuerdo. Parafraseando
a ambos y dando la vuelta a su famoso verso. Hace unos días, cuando me vino a la
mente el post que ahora os dejo, recordé que había guardado en mi cajita de
memoria poética algo de Cernuda sobre el recuerdo-olvido que necesitaba para
situar mi relato. Fue recuperarlo y volver a leerlo, tan feliz. Así
se rememora todo mejor. Vuelve la infancia y nos lo llevaremos todo, todo,
todo; cristalino a la tumba. Porque se puede volver
del revés el olvido, convirtiéndolo en recuerdo para siempre, como hizo el CVC
con el olvido del poeta.
En ocasiones los recuerdos que
tenemos no son nuestros. Aparecemos en ellos pero es como si no los hubiéramos
vivido. Nos los han contado. Nuestra memoria no alcanza a recordar, pero con los
años los agregamos a nuestro álbum como imágenes propias.
Eso nos pasa a mi hermano y a mí
con nuestros días vividos en Bossòst. Dicen en casa que tuvimos hogar allí ocho
meses. Trasladaron a mi padre por trabajo y se mudó toda la familia. Yo tenía
poco más de un año, mi hermano tres meses cuando llegamos. Imposible generar
recuerdos nítidos. Imposible. Por eso hacemos caso a ciegas a los recuerdos
de nuestros padres.
Parece mentira como esas vivencias
que nos han explicado y explicado durante años, hacen que tengamos cariño a un
lugar al que actualmente no nos une nada. Bossòst es un pueblo cercano a
Vielha, en la Val d’Aran y a pocos kilómetros de Francia. Ya adolescentes,
nuestros padres quisieron enseñarnos la zona, volviendo a recordar su estancia. La nieve, la soledad de los recién llegados, las dificultades con dos
bebés.
Llegaron un 5 de agosto y se
instalaron hasta marzo del 83. Con el consiguiente invierno de por medio. Una
casita con su huerto, su leña cercana, el río y la nieve. Unos meses intensos
en los que vivieron la
famosa riada del 8 de noviembre del 82. Mi madre siempre cuenta cómo se
desbordó el río e hizo que las truchas nadaran por la carretera. Narran cómo bajaron a
pasar las Navidades sin calefacción en el coche. ¡Qué mala suerte tuvimos, qué ventisca nos envolvía!, recuerda siempre
mi padre. Imaginamos nosotros el Seat 127, con él al volante y ella con los dos
bebés. Haciendo los más de 100 km en un trayecto blanco impoluto y helados de
frío.
La mayor anécdota la protagoniza
la niña inquieta que era yo. Un día, dicen, no se me ocurrió otra cosa que
meter la mano en la estufa de leña. Mi madre, sin poder avisar de ninguna manera
a mi padre, me cogió en brazos y no lo pensó dos veces. Dejó a mi hermano, muy
bebé, en su cuna, y corrió a urgencias. Salvar la mano de su hija mayor era
primordial. Siempre recuerda la nieve de la calle. La llegada al médico. Una
casa enorme al final de la cuesta. La atención en la farmacia. Las semanas de
curas posteriores, explicando con cariño cómo la carnicera del pueblo se hacía
cargo de mi hermano. Esa nostalgia que genera el pasado. Y nosotros lo recordamos como si realmente esas
instantáneas fueran de nuestra memoria.
Para mantener vivos esos meses
tenemos la suerte de que lo fotografiaran todo. Ahora sería lo más habitual,
pero no entonces, y agradecemos esas fotos de nuestra estancia en el Pirineo.
Nos vienen a la mente en ese color extraño que han adquirido con el paso del
tiempo. La cercanía del río y el frío vuelven a nosotros con ellas. Los paseos tapados hasta las cejas, el
ir en busca de leña para la estufa, la ropa tendida en el patio al sol montañés.
El sitio es precioso. He veraneado por esa zona varias veces. No se si he estado o no en Bossot, pero la próxima vez que vaya, iré seguro
ResponderEliminarPues si vuelves, acércate. Tiene su encanto, gracias por tu comentario. Un besote
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