“Una inmensa nostalgia se adueñaba de todos los presentes en cuanto le daban
un primer bocado al pastel. Inclusive Pedro, siempre tan propio, hacía un
esfuerzo tremendo por contener las lágrimas. Y Mamá Elena, que ni cuando su
esposo murió había derramado una infeliz lágrima, lloraba silenciosamente… la
única a quien el pastel le hizo lo que el viento a Juárez fue a Tita…
Esta nunca pudo convencer a Mamá Elena de que el único elemento extraño en el
pastel fueron las lágrimas que derramó para prepararlo.”
Como agua para chocolate. Laura Esquivel
Tita estaba convencida de que aunque siguiera a rajatabla las recetas, paso
a paso, siempre había un ingrediente extra. Uno que no podía evitar que se
colara en los caldos, guisos o pasteles, su estado de ánimo. Hubo días en que sus
comensales sintieron una tristeza inconmensurable; otros, un fuego y un deseo
para los que era necesario el ser amado sin excusas, avivar la llama
para luego apagarla. E incluso ocasiones en que ninguno de ellos escapó de
pensar en su amor perdido, todos y cada uno de los comensales a la vez, tan
solo ingiriendo el brebaje de la olla. Ese ingrediente no estaba en la
receta, nunca lo estaba.
Tejer los swapetines mientras leo la historia de Tita y Pedro ha sido un
seguir en mi camino del tejido en la cocina de esta edición. He disfrutado con
los guisos de la mexicana que tan bonito escribe Esquivel. ¿Cómo podía seguir
yo sin esa delicia de lectura? Cada capítulo, coincidiendo con un mes del año,
se inicia con una receta. Plato que guisará Tita durante esas páginas, digna
heredera del arte culinario generación tras generación. Recetas reales que
acaban explicando la trama e incorporando los sentimientos en la masa, en el
revuelto. Comidas especiales, significativas en el momento narrado, conductoras
de la historia desde la lista de ingredientes hasta llegar al plato.
Nacha se le aparece a Tita para dictarle recetas al oído, también se
aparecía mi abuela para susurrarle a mi madre. Recuerdo la carpeta de recetas
de casa. Repleta de notas escritas a mano con las más variopintas
reseñas. Las más antiguas escritas de la mano de mi madre. Esa letra delicada y
ligada tan reconocible para nosotros. Con los años empecé a escribirlas yo. Mi
madre dictaba. Y en muchas ocasiones rectificaba los ingredientes ya anotados,
porque la abuela también le musitaba al oído cuando ya no estaba. Ella me decía:
“cambia eso, la yaya decía que eran dos huevos y no tres. Apunta: 2 huevos.” Me
encantaba ver cómo modificábamos las recetas de los libros, de las revistas o
de los programas de cocina, según la versión de antaño de mi abuela. Versión
que era recordada con sus propias palabras apareciéndosele a mi madre. Como Nacha
a Tita, igual. Debieron ser mis primeros escritos, tal vez. Aún se conservan en
la carpeta de recetas. Nuevas versiones escritas por nosotras con la intención
de no perder el legado culinario de las montañas en cuanto a ingredientes y a
procedimiento se refieren, claro está.
Como agua para chocolate me ha sorprendido gratamente, y es que como ya
van algunos posts, la cocina ha creado lazos familiares indestructibles.
Recetas han pasado de madres a hijas como un tesoro, como parte del ajuar
bordándolas una a una, como si fueran testamento. Listas de ingredientes
secretos que fluyen con el paso de los años como vínculos de consanguinidad. Como
si fueran fórmulas mágicas para las que tan solo, nosotras herederas, tenemos
la varita. ¿Quién no ha dicho nunca que las lentejas de su madre son las más
buenas? Porque sabemos de algún paso que las demás no harán igual, seguro,
porque sabemos que existe algún mejunje que los otros no conocen, porque
estamos convencidos del sentimiento con el que han sido cocinadas y, por lo
tanto, qué nos transmiten con ellas.
Todo son recuerdos que nos llevan tras la cortina de la cocina. Memoria de
la estufa de leña, del rayo de sol que atravesaba la ventana a pie de calle, el tic tac
del reloj siempre colgado y contando el minuto exacto en que debía arrancar a
hervir. Y mientras, la receta que expresara cómo se sentían una vez más mis
mujeres, mis antepasadas y la yo futura. Bien apuntaba ya Sonia San Román.
La imagen del techo
formando un triángulo de crema con la puerta
mientras me abrazas al mediodía.
La cazuela de barro burbujeando salsa verde y pescado.
La sopa de cebolla haciéndole los coros.
El gato con ansia de caricias.
La mesa puesta.
La casa caliente.
(Y las ganas de llorar).
Como Sonia, lo dijo Sara: la herencia de nuestras mujeres tristes, esa
herencia que queda y se transmite en la cocina. Herencia que queda escrita para
siempre en todas las carpetas de recetas repartidas por doquier.
Las recetas anotadas en trocitos de papel. Cada vez que encuentro uno en la casa de mis padres lo guardo como un tesoro...
ResponderEliminarTras "como agua..." lei "tan veloz como el deseo". No se que opinaria ahora, pero en aquel momento, me encantó.
Pero es cierto que la vida transcurre entre recetas, ¿o no? Besos
EliminarM'encanta! Aquests mitjons que seguim veient com Els cuines poc a poc, i m'encanta que Em recordis llibres que he de rellegir! De fet que ni recordava haver llegit!
ResponderEliminarhahaaa El Cuines, què bona! És curiós com la memòria lectora a vegades diu: doncs no recordo si l'he llegit, em sona només!!! hahaaaa Besets!
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