“Mi elocuente callada
amiga. Yo que te escribo, que contesto a las cartas que tú escribiste a otros
en aquello que encuentro dirigido a mí…”
Los que hemos escrito
diarios a lo largo de nuestra vida sabemos que siempre se escriben como si
habláramos con alguien. Como si hubiera un receptor ahí mismo, tras el candado,
que recibiera el dolor, la desesperación, la tristeza, la alegría, la
excitación. No como si nos lo contáramos a nosotros mismos, no. Muchas veces,
conduciendo las páginas como si el destinatario de todas esas emociones
estuviera ahí leyendo a medida que avanzan las palabras. Dicen que sana
escribir lo que uno siente. Tal vez lo que sane sea saber que esa persona ya
todo lo sabe porque lo ha leído. Saber sana, quizá eso sea.
Pudimos leer cómo Marga Gil
Roësset escribía su diario como si lo leyera Juan
Ramón Jiménez. Cómo le declaraba su amor, su pasión, su devoción. Su
sentirse pequeñita ante su inmensidad. “… Y no me ves… ni sabes que voy yo…
pero yo voy… mi mano… en mi otra mano… y tan contenta… porque voy a tu lado.”
Canfranc, marzo 2019. |
No es lo mismo escribir
cartas sin respuesta. Cuando uno escribe una carta o un correo electrónico
nunca va dirigido a uno mismo, ese sí tiene un destinatario. Una dirección.
Existe un “alguien” que debiera interactuar con nuestro discurso, que debiera
responder. Un "alguien" que hiciera posible que no se generara el ahogo de la
melancolía sino que nos ayudara a recuperar la sonrisa de la confianza. Así lo
decía Carmen
Conde en sus cartas a Katherine
Mansfield. Cartas con destinataria, pero sin respuesta. Puede que sin que la
neozelandesa supiera que existieran las misivas. Conde leía los diarios de
Mansfield, sus libros de cartas publicadas, y vivía la afinidad que encontraba
entre ambas como si necesitara escribirle. Contarle cómo le escribía al pie de
una higuera cuantiosa de higos; sentada en el suelo, tocada con amplísimo
sombrero de palma mallorquín. Confesarle cómo su alma es como un paisaje
desvaneciente, cómo no vale ni un soplo de sol, ni una gota de aurora. ¿Cómo
enviarle tales palabras con la seguridad de que no habría respuesta? ¿Cómo escribir esas líneas sabiendo que
nunca tendrían arrullo?
Puede que nos haya pasado
a nosotros. Que hayamos necesitado explicarnos, compartir, abrir el corazón
para no ahogarnos, llorar en unas líneas para así quedarse una en paz...
sabiendo que no habría réplica, como Conde. Que no llegaría la vuelta, la contestación,
el abrazo receptor a nuestra confesión. Que contamos, como Carmen, porque
sabemos que existe la complicidad. Que contamos, porque siempre queda la mínima
esperanza de que se lea, la diminuta fe de una respuesta. Que contamos, como
leemos en sus cartas, porque iremos un día llevando en los hombros collares de
astros, por la alameda sombría de pájaros en que ella espera… Y entonces
nos dará respuesta a las cartas, nuestra Katherine. Mientras tanto, y al igual
que la murciana, y como decía el Conde
de Villamediana: “en manos del silencio nos encomendamos”.
Canfranc, marzo 2019. |
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