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lunes, 15 de abril de 2019

En manos del silencio

“Mi elocuente callada amiga. Yo que te escribo, que contesto a las cartas que tú escribiste a otros en aquello que encuentro dirigido a mí…”

Los que hemos escrito diarios a lo largo de nuestra vida sabemos que siempre se escriben como si habláramos con alguien. Como si hubiera un receptor ahí mismo, tras el candado, que recibiera el dolor, la desesperación, la tristeza, la alegría, la excitación. No como si nos lo contáramos a nosotros mismos, no. Muchas veces, conduciendo las páginas como si el destinatario de todas esas emociones estuviera ahí leyendo a medida que avanzan las palabras. Dicen que sana escribir lo que uno siente. Tal vez lo que sane sea saber que esa persona ya todo lo sabe porque lo ha leído. Saber sana, quizá eso sea.

Pudimos leer cómo Marga Gil Roësset escribía su diario como si lo leyera Juan Ramón Jiménez. Cómo le declaraba su amor, su pasión, su devoción. Su sentirse pequeñita ante su inmensidad. “… Y no me ves… ni sabes que voy yo… pero yo voy… mi mano… en mi otra mano… y tan contenta… porque voy a tu lado.

Canfranc, marzo 2019.

No es lo mismo escribir cartas sin respuesta. Cuando uno escribe una carta o un correo electrónico nunca va dirigido a uno mismo, ese sí tiene un destinatario. Una dirección. Existe un “alguien” que debiera interactuar con nuestro discurso, que debiera responder. Un "alguien" que hiciera posible que no se generara el ahogo de la melancolía sino que nos ayudara a recuperar la sonrisa de la confianza. Así lo decía Carmen Conde en sus cartas a Katherine Mansfield. Cartas con destinataria, pero sin respuesta. Puede que sin que la neozelandesa supiera que existieran las misivas. Conde leía los diarios de Mansfield, sus libros de cartas publicadas, y vivía la afinidad que encontraba entre ambas como si necesitara escribirle. Contarle cómo le escribía al pie de una higuera cuantiosa de higos; sentada en el suelo, tocada con amplísimo sombrero de palma mallorquín. Confesarle cómo su alma es como un paisaje desvaneciente, cómo no vale ni un soplo de sol, ni una gota de aurora. ¿Cómo enviarle tales palabras con la seguridad de que no habría respuesta? ¿Cómo escribir esas líneas sabiendo que nunca tendrían arrullo?

Puede que nos haya pasado a nosotros. Que hayamos necesitado explicarnos, compartir, abrir el corazón para no ahogarnos, llorar en unas líneas para así quedarse una en paz... sabiendo que no habría réplica, como Conde. Que no llegaría la vuelta, la contestación, el abrazo receptor a nuestra confesión. Que contamos, como Carmen, porque sabemos que existe la complicidad. Que contamos, porque siempre queda la mínima esperanza de que se lea, la diminuta fe de una respuesta. Que contamos, como leemos en sus cartas, porque iremos un día llevando en los hombros collares de astros, por la alameda sombría de pájaros en que ella espera… Y entonces nos dará respuesta a las cartas, nuestra Katherine. Mientras tanto, y al igual que la murciana, y como decía el Conde de Villamediana: “en manos del silencio nos encomendamos”.

Canfranc, marzo 2019.

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