Aparecen los que antes
nos decían que somos mayores para ser madres, que vaya casa más pequeña, que no
esperes demasiado para teñirte. Deberías ser más sociable, aprender a cocinar,
no gastar en libros, ni viajar en demasía, atender a tu madre con cuidado. Ahora
nos dicen que no nos quejemos tanto, que no seamos criaturas, que no se nos ha
muerto nadie, que no tenemos familiares enfermos ni ingresados, que encima disfrutamos
la suerte de teletrabajar. ¡Basta!
Mi reflejo durante la llamada de mi hermano, 1 de mayo de 2020. |
Defendamos el derecho a
quejarnos, a llorar, a gritar. A estar de mal humor, a no querer hablar, a derrumbarnos.
Escribamos sobre ello, si queremos. Decía Annie
Ernaux en El acontecimiento, “El hecho de haber vivido algo, sea lo que
sea, otorga el derecho imprescriptible de escribir sobre ello.” Así que podemos
escribir sobre lo que sentimos, porque lo vivimos. Narrar los hechos como si
nos fuera la vida. Como si la sintiéramos resquebrajarse, partirse y perderla;
aunque sepamos que no es así.
“… Aquellos que dicen que
has fallado / como todo falla, mientras cada
día las pequeñas / acumulaciones, las acciones insignificantes, / destruyen los
brillos en el aire, aquellas chispas / arrojadas, el fuego de lo real /
consumiéndolo todo.” Así lo describía Kim Addonizio en Dímelo.
Figuran en escena los protagonistas de la comedia. Los que afirman que fallas
tú, como falla el mundo. Ellos que no atienden cómo se destruyen los brillos en
el aire, nosotras sí. Ellos que no ven que ese fuego lo consume todo y se lleva
la realidad que era nuestra. Porque todo falla, como podemos fallar nosotras,
pero hay que tener el valor para llorarlo y para dejarse vencer. Para no
sucumbir al grito del “¡aguanta!”, porque merecemos no tener que ser tan
fuertes.
Somos nosotras, iguales a
nuestros reflejos. Las mismas. Con el llanto, la risa ahogada y la mirada
triste. Las despeinadas, las de las ojeras, las que miran al techo porque
esperan una rutina que ya no existe. Las que gritan, las que sollozan, las que
se agobian ante cada telediario. Las que duermen inquietas, las que no se
quitan el pijama o un día se pintan y se enfundan un vestido. Nosotras, las que
lloramos día sí y día también. Nos lamentamos, no para limpiarnos ni como remedio,
sino por necesidad. Atendiendo a María
Gainza, en La luz negra, cuando escribe que “así funciona el llanto, que, como el agua que se
junta en la rejilla del patio, arrastra consigo hojas viejas, cosas olvidadas.”
Ponemos atención a que quizá no lloramos tan solo por el presente, sino que esas
lágrimas nos traen asimismo las hojas viejas, las cosas olvidadas. Y debemos
permitirnos, además, llorar por todo lo que aún no teníamos llorado.
Pobrets de naltres si deixem de queixar-nos! 😘
ResponderEliminarI poc que ens queixem per lo que ens apreta tot...
EliminarYo también pienso que lloramos por cosas que teníamos que llorar y no nos habíamos tomado tiempo para ello.
ResponderEliminarSiempre se acumula, hasta el llorar... y cuando llega lo sacamos todo, como si necesitáramos espacio para volver a llenar... Un abrazo
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