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lunes, 29 de junio de 2020

Luciérnagas

Crecemos creyendo a pies juntillas las afirmaciones familiares. Aceptamos las posibles enfermedades hereditarias sin pedir un diagnóstico que lo certifique. Nos lo creemos. Nos repetimos desde niños que podemos quedarnos ciegos. Escribimos en el diario que el abuelo luchó en el frente, toda una narración que sabemos de memoria. Paso a paso. Cuarenta años más tarde no cuentan una versión ampliada, con más protagonistas, con otro final. Somos nuevos ante lo sucedido, ante lo que teníamos guardado. ¿Por qué no lo supimos antes? Avanzamos convencidos de unos hechos que nos construyeron, pero de los que ahora dudamos. ¿Por qué nos mintieron? ¿Para qué esa invención?

Chilean electric, el libro de Nona Fernández que me recomendaron en Lata Peinada encarecidamente, me ha devuelto esa inquietud y he compartido con ella las preguntas y los miedos. Cuestionarse el porqué de los relatos de los antepasados. Se intenta no ir constantemente con las pestañas cargadas de nostalgia, dice María Sotomayor, pero en ocasiones nos urgen las respuestas.

Atardecer en estado de alarma, junio 2020.


Fernández se cuestiona
cuál será el mensaje oculto que guarda aquella historia. Qué cortocircuito quedó ahí, soltando descargas eléctricas que después de tanto tiempo aún me mantienen alerta. Me pregunto por qué mi abuela quiso contarme como un recuerdo un hecho en el que no participó.” Cuando descubrimos que aquello que nos ha hecho ser así, aquello que recordamos con toda la luz del cielo, no es cierto, todo se tambalea. El suelo tiembla, los pies no se mantienen firmes, los pilares vibran ante el derrumbe. Debemos saber el porqué de esos hechos. Por qué nos fueron contados así. Encontrar el detonante del chispazo, la intención de que uno tras otro aseguraran esa información fiable, fiel y propia.

Sé tan bien como ella que los límites entre la realidad y la ficción son débiles.” Lo entendemos, igual que Fernández y su abuela. La narración traspasa generaciones. De los bisabuelos, a los abuelos, a los padres y nos llegan en forma de verdades absolutas. Es difícil, entonces, intentar buscar respuestas. Imposible reconstruir un relato desde la incertidumbre que tantos han creído como legado familiar durante décadas. Leemos que las historias de los abuelos iluminan el pasado y nuestra mirada las proyecta al presente y al futuro. Las proyectamos, siempre y para siempre, y seguramente las seguiremos contando a los que vengan, aun sin reconocer la certeza de los hechos.


Ese cortocircuito, ese chispazo, esa luz que proyectamos por herencia, nos puede llevar a pensar en las luciérnagas. Lo contaba Pier Paolo Pasolini en su conocido artículo sobre ellas en el Corriere della Sera en los años setenta. Él lo utilizó de símil a un antes y un después del fascismo, un antes y un después de las luciérnagas desaparecidas por la contaminación. Se decía que “tan difícil era la vida del pastor cuidando sus rebaños en la noche, que la naturaleza le regalaba luciérnagas como vestigios de luz en la temible oscuridad.” Fernández afirma entonces que ahí está el mensaje oculto de su abuela. Tal vez ese recuerdo imaginario sea como una luciérnaga e ilumine con la letra la temible oscuridad. Quizá, por eso, los sucesos nos lleguen de la manera que lo hacen. Para iluminar, cuál luciérnaga que ayuda al pastor, la oscuridad que podamos hallar en el camino. Para que creamos, sin cuestionarnos, lo que nos dicen los apellidos que llevamos y vivamos con esa seguridad, con esa luz.

Resulta inverosímil y puede que, por esa razón, nos resignemos a continuar creyendo lo que hemos puesto en interrogante. Tantos ascendientes lo creyeron. Puede que sea cierto que las historias tuvieran intención de ayudarnos actuando igual que las luciérnagas. A lo mejor lo que pretendían tan solo eran mantenernos alerta de por vida. Llegados aquí, hay que ser más fríos, más racionales, más estables. Leer a Annie Ernaux, la conciencia serena, y repetirse que “ninguna pregunta que se aplique a las cosas del pasado tiene sentido”.

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