Crecemos creyendo a pies juntillas las afirmaciones familiares. Aceptamos las posibles enfermedades hereditarias sin pedir un diagnóstico que lo certifique. Nos lo creemos. Nos repetimos desde niños que podemos quedarnos ciegos. Escribimos en el diario que el abuelo luchó en el frente, toda una narración que sabemos de memoria. Paso a paso. Cuarenta años más tarde no cuentan una versión ampliada, con más protagonistas, con otro final. Somos nuevos ante lo sucedido, ante lo que teníamos guardado. ¿Por qué no lo supimos antes? Avanzamos convencidos de unos hechos que nos construyeron, pero de los que ahora dudamos. ¿Por qué nos mintieron? ¿Para qué esa invención?
Chilean electric,
el libro de Nona
Fernández que me recomendaron en Lata Peinada
encarecidamente, me ha devuelto esa inquietud y he compartido con ella las
preguntas y los miedos. Cuestionarse el porqué de los relatos de los antepasados.
Se intenta no ir constantemente con las pestañas cargadas de nostalgia, dice María
Sotomayor, pero en ocasiones nos urgen las respuestas.
Atardecer en estado de alarma, junio 2020. |
Fernández se cuestiona “cuál será el mensaje oculto que guarda
aquella historia. Qué cortocircuito quedó ahí, soltando descargas eléctricas
que después de tanto tiempo aún me mantienen alerta. Me pregunto por qué mi
abuela quiso contarme como un recuerdo un hecho en el que no participó.” Cuando
descubrimos que aquello que nos ha hecho ser así, aquello que recordamos con
toda la luz del cielo, no es cierto, todo se tambalea. El suelo tiembla, los
pies no se mantienen firmes, los pilares vibran ante el derrumbe. Debemos saber el porqué
de esos hechos. Por qué nos fueron contados así. Encontrar el detonante del
chispazo, la intención de que uno tras otro aseguraran esa información fiable,
fiel y propia.
“Sé tan bien como
ella que los límites entre la realidad y la ficción son débiles.” Lo entendemos,
igual que Fernández y su abuela. La narración traspasa generaciones. De los
bisabuelos, a los abuelos, a los padres y nos llegan en forma de verdades absolutas.
Es difícil, entonces, intentar buscar respuestas. Imposible reconstruir un
relato desde la incertidumbre que tantos han creído como legado familiar durante
décadas. Leemos que las historias de los abuelos iluminan el pasado y nuestra
mirada las proyecta al presente y al futuro. Las proyectamos, siempre y para
siempre, y seguramente las seguiremos contando a los que vengan, aun sin reconocer
la certeza de los hechos.
Ese cortocircuito,
ese chispazo, esa luz que proyectamos por herencia, nos puede llevar a pensar en las
luciérnagas. Lo contaba Pier
Paolo Pasolini en su conocido artículo
sobre ellas en el Corriere della Sera en los años setenta. Él lo utilizó de
símil a un antes y un después del fascismo, un antes y un después de las
luciérnagas desaparecidas por la contaminación. Se decía que “tan difícil era
la vida del pastor cuidando sus rebaños en la noche, que la naturaleza le
regalaba luciérnagas como vestigios de luz en la temible oscuridad.” Fernández
afirma entonces que ahí está el mensaje oculto de su abuela. Tal vez ese
recuerdo imaginario sea como una luciérnaga e ilumine con la letra la temible
oscuridad. Quizá, por eso, los sucesos nos lleguen de la manera que lo hacen.
Para iluminar, cuál luciérnaga que ayuda al pastor, la oscuridad que podamos hallar
en el camino. Para que creamos, sin cuestionarnos, lo que nos dicen los
apellidos que llevamos y vivamos con esa seguridad, con esa luz.
Resulta inverosímil y puede que, por esa razón, nos resignemos a continuar creyendo lo que hemos puesto en interrogante. Tantos ascendientes lo creyeron. Puede que sea cierto que las historias tuvieran intención de ayudarnos actuando igual que las luciérnagas. A lo mejor lo que pretendían tan solo eran mantenernos alerta de por vida. Llegados aquí, hay que ser más fríos, más racionales, más estables. Leer a Annie Ernaux, la conciencia serena, y repetirse que “ninguna pregunta que se aplique a las cosas del pasado tiene sentido”.
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