Nos abandonan. Sumamos abandonos
pero no los anotamos. ¿Por qué no queremos llevar la cuenta? Los asumimos como
si fueran tareas que cumplir. El siguiente y a seguir. Aprendemos que el que se
va desea "eludir,
esquivar, escapar, desertar... fugarse, escabullirse, desdibujarse...
Desaparecer". Así lo escribía Verónica Gerber Bicecci
en Conjunto vacío. Sumamos abandonos convirtiéndonos en "compiladoras de
historias irremediablemente truncas". Los que nos abandonan, desaparecen.
Desaparecen
pero no mueren. Hablamos de los que no mueren. Los que dejan una herida que
trasmina, que se adentra y nos oprime. Gerber también lo sabe y nos dice que “desaparecer
es parecido, pero la muerte, creo, deja una herida grande (enorme), de golpe,
que cierra poco a poco; y la desaparición – al contrario – hace una herida
chiquita, que se abre un poco más cada día.” La herida del abandono de los
vivos no se cierra nunca. Escuece para siempre, duele y no cicatriza. Porque se
van y siguen viviendo sin nosotros.
¿Por qué se
van? Nos puede dejar un amor, una amistad, un padre. No hay roles, ni
jerarquías, ni familias, ni acuerdos que valgan. Podemos buscar sinónimos a
desaparecer, pero todos acaban en Roma. Estas semanas ha coincidido, casualidad
o no, la lectura de tres libros que han hablado de esas pérdidas. De cómo
masticarlas, de cómo no hacer bola, de cómo poder digerir. Una ha sido Gerber,
otra Cusk y otra Kamenszain.
Las tres
hablan de un mismo hecho. Tamara
Kamenszain escribe en El libro de Tamar cómo creamos lenguajes indescifrables
con los que amamos. Cómo somos capaces de aislarnos del mundo mediante un
vocabulario propio. Los que nos rodean no entienden. Solo nosotros sabemos de
esas palabras mágicas, de esas consignas, de esas llaves que abren nuestra
sonrisa. Cuando dichas personas se esfuman eso también se une a la pena. Reaprender unas
palabras que vuelven a simbolizar lo mismo que para el resto. Nos enfrentamos al caos. Ya no significan nada, ya no nos unen a nadie. Es ahí cuando esa
pérdida se convierte en sufrimiento porque hay que aprender un lenguaje nuevo.
Rachel Cusk en Despojos
afirma que “al principio hay una especie de encanto lánguido en el sufrimiento,
porque el sufrimiento es el corolario de la salud, tal como la embriaguez lo es
de la sobriedad. El encanto reside en el hecho de alejarse de la normalidad.
Por algún tiempo, el estado antiguo presta su luz al nuevo, como el sol presta
su luz a una estrella muerta, pero poco a poco he ido tomando conciencia de un
frío inmenso, de un silencio que lo atraviesa como una sombra.” Eso es. No desfallecemos
porque los resquicios de lo que fue siguen alumbrando al nuevo presente. Solo
por eso, porque no se desdibujan del todo. Siguen ahí. Empezamos a sufrir
cuando de ellos ya no queda nada. Sombra y silencio.
Es entonces
cuando, cita Kamenszain “lo que mustio de mí se ahueca en vos: / dos tristes
nadadores de lo hondo.” Nadamos a la deriva. O como dice la propia Cusk, nos volvemos "sensibles
igual que los juncos a la caricia del viento". Nos tornamos frágiles, nos
desmontamos ante la soledad, ante el silencio. Apunta Gerber que “la soledad es
invisible, se atraviesa sin saberlo, sin darnos cuenta. Es una especie de
conjunto vacío que se instala en el cuerpo, en el habla, y nos vuelve
ininteligibles.”
¿Os dais cuenta? Creamos idiomas propios con los que amamos, los perdemos cuando desaparecen y la soledad nos vuelve ininteligibles. Círculos. En Conjunto vacío leía que "el amor siempre nos demuestra la circularidad del mundo". Algo así debe ser, aferrémonos pues a ese amor para que no desaparezca y complete el círculo.
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