“El cielo es un trapo a punto de cruz / donde los espacios que quedan en blanco / son un idioma desconocido.”
La
paciencia de los árboles, María
Sotomayor.
Estos meses nos han
presentado los retales en blanco. Nos han dejado el vacío para las puntadas, para
los trazos distintos, para el sonido forastero del nuevo silencio. Hemos debido
llenar los agujeros, los que se han hecho cotidianos junto a la resignación, con
ese idioma desconocido.
Cada cruz bordada en ese
lienzo nos ha mostrado una debilidad. Somos capaces, tras 136 días, de
organizar el mapa de la fragilidad. De reconocer, por fin, lo que nos hace
vulnerables. Sabemos; tras el encierro, el confinamiento, la desconfianza y el
miedo, qué es aquello que nos quiebra y sin lo que no podemos completar la
labor.
Escribe Claire Legendre en El Nenúfar y
la araña: “El recuerdo de lo que ha sido o de lo que habría podido ser, de
aquello a lo que he renunciado para conservar tranquilamente el fósil.” Nos quedan
los fósiles. Los fósiles de aquello que, atravesando la pandemia, hemos querido
mantener junto a nosotros. El recuerdo de lo que era, de lo que existía, de lo
que nos hacía felices y nos permitía dar cuerda a la rutina. Avanzar porque
existía la seguridad de que “todo” seguía ahí.
Esos fósiles son resquicios de aquello que ardía en la normalidad. ¿Podemos aferrarnos a los fósiles? Hacemos lista de los puntos frágiles. Los abandonos, los olvidos, las voces que hemos dejado de escuchar en estos meses. La enfermedad que nos hace estar pendientes de la lucha. La esperanza sobre el cuerpo traslúcido de una gata. La despedida para siempre de aquella que parecía eterna y tiraba del carro familiar. Fósiles.
Making Amends, Holly Warburton. |
Cada pérdida y cada batalla
supone un duelo. Dijo Paula
Vázquez en Las
estrellas, “leí que el duelo clasifica y reordena a quienes rodean al
afligido, pone a prueba a los amigos, unos lo superan y otros fallan.” Ante el
derrumbe, la comprobación de los que se quedan. De los de verdad, los que
valen, los que no fallan. Ante la muerte, la desesperación y el terror, la
valentía de los que montan el puzle. Los que sustentan las piezas, los que
endulzan el duelo.
Todo ello ha supuesto aprender a vivir en alerta. Aceptando el reposo cual quimera. Entender cómo caminar sin la tranquilidad de antaño, sin la paz de la costumbre, con los ojos abiertos y acechantes. Hemos dejado atrás la quietud, como si al río calmo lanzáramos la piedra y diera el máximo de rebotes. Decía Pilar Adón en Las órdenes que “cada paso adiós, cada separación, / un desamparo que niega el reposo.” Cada quiebra, cada pieza perdida, todo suma al desamparo sin reposo.
Son flipants els fòssils
ResponderEliminarTanto en este post como sobretodo en el anterior, abordas el desamparo del abandono, pero me da que lo haces desde el punto de vista de quien se siente víctima y no verdugo. A veces, a la par que somos abandonados, también nos convertimos en abandonadores.
ResponderEliminarDejamos a un amor por la pérdida de pasión, por el enquistamiento del sentimiento, por rutinas que punzan nuestro día a día, porque otro/a entra en nuestra alma y se instala en ella, desplazando a quien ya estaba. Perdemos amistades por dejadez, por languidecer la atención, por falta de compromiso o de palabra, por no saber atender las necesidades afectivas de la otra parte. Perdemos familiares por malentendidos, por falta de comunicación, por la distancia, por rencores que quedan fosilizados en capas y capas de sedimentos. No siempre somos víctimas, a veces somos parte de la culpa y nos convertimos en la misma cara de la moneda con la que nos han saldado las cuentas.
Disculpa, no pretendía herir, sólo pasaba por aquí y me dio por reflexionar.
En ningún momento es desde el victimismo. Nunca digo que yo no abandone. Cada uno escribe desde el prisma que desea, y más en su casa. Si te apetece dejar comentario, firma siempre, te lo agradeceré. Resulta curioso no saber quién reflexiona en la casa de una. ¡Gracias!
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