De niña me tapaba los oídos tras la puerta cerrada. Ponía los dedos índices uno en cada oreja y repetía la lección. Escuchaba mi eco, aprendía de mi propia voz en repetición. Lo había practicado con anterioridad para no escuchar golpes ni gritos. Luego aprendí que también servía si quería concentrarme y estar dentro de mí misma sin estar sola.
Cuando me adentré en Desierto sonoro de
Valeria Luiselli ya escribí
sobre mi ansia por el sonido. De mi álbum acústico en el monte o
simplemente estando en casa. Allí leí que las voces no se oían con los oídos
sino con el recuerdo. Regresan como reverberaciones a nuestro encuentro. De
ahí, de ese viaje con la grabadora en marcha, salté a Annie
Ernaux y a su cita sobre cómo lo primero que perdemos tras la muerte es la
voz del que se va. Curiosa contrariedad. Es el recuerdo y también el primer olvido.
Estos días he viajado a
las cordilleras andinas de la mano de Mónica
Ojeda. No solo he leído Las voladoras,
sino que he vuelto a encontrar en un relato la importancia del sonido. “Slasher”
es una delicia en pleno horror y narra la diferencia entre el ruido y el silencio para dos gemelas, una sorda y la otra no. ¿Cómo se explica un sonido?
Describe con puro
estremecimiento desde el susurro de placer hasta el grito. “Lo sé todo de los
gritos, dijo Paula, sé que deforman el rostro de la gente, que hacen temblar la
materia, que activan una señal en la amígdala que genera el miedo y que la
naturaleza del miedo es la supervivencia. Bárbara, sin embargo, intentó
explicarle lo importante: Un grito es una explosión de las palabras. Cuando
alguien grita, las letras se disparan sin ningún orden y atraviesan el tórax de
las personas.” Quizá por eso yo tapiaba mis oídos tras la puerta. Para que el
grito no explotara, para que no atravesara mi tórax. Para no llenarme más de
miedo. Para sobrevivir.
Llanos de la Larri, Parque Nacional de Ordesa 2018. |
Pero el sonido no solo debe ser recuerdo del desasosiego. He tenido la suerte de que coincidieran en el tiempo la lectura ecuatoriana y la conferencia de Carlos de Hita. En el marco del Ornitocyl 2020 este recolector de sonidos de la naturaleza (de aullidos, ululatos, trinos, silbidos, zumbidos y estridencias, dice él) nos brindó el fin de semana un viaje en forma de sonograma por los bosques españoles.
Recuperó mis momentos de caminante (in)quieta, atenta, móvil o grabadora en mano. Vigilando a cada ave o murmullo en el camino, con los oídos abiertos y la mirada curiosa. Escuché sus grabaciones con los ojos cerrados. Transportándome a cada rincón, a cada trino, a cada goteo, a cada soplar del viento. Dejé atrás el cemento para subir al monte. No importaba el confinamiento, la melodía me regalaba todo lo que necesitaba. Estaba allí de nuevo. El poder de los sentidos, la magia. El "conjuro" del que hablaba Ojeda se materializaba ahora no con la palabra sino con el sonido.
Tomé notas y apunté su libro de El viaje visual y sonoro por los bosques de España en mi carta de Navidad. Con la seguridad de que cuando esté en mis manos generará uno o dos o infinitos posts. Se hizo imprescindible tras afirmar que el oído es el sentido de la evocación, de la memoria. Y me dije, entonces, que esa memoria sonora debe estar entre aquella desazón del grito y la nostalgia placentera del Pirineo.
Woola! Desierto sonoro es un viaje que no se olvida. Al margen de la infinidad de referencias a muchos niveles, con él descubrí el concepto de proyecto sonoro y paisaje sonoro, un mundo que desconocía por completo. Me ha encantado leerte (como siempre). Un beso!
ResponderEliminarA veure si ara sí que puc publicar un comentari!
ResponderEliminarUn post magnífic, com sempre ens tens acostumats, amb aquella cadència, música tan característica dels teus escrits.