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lunes, 14 de diciembre de 2020

La siesta regalada

Siestas en un banco de Charlottenburg en Berlín, en el taburete del vigilante en el Pompidou de París, en un bar de Sitges a media tarde, en la montaña a la vera del río o en la arena caliente junto al mar. Tras un orgasmo, sola o acompañada. A media mañana, previas a la comida o justo antes de la cena. Las siestas de los demás, los ronquidos de tu madre, tu tío con la pala matamoscas en la mano, el televisor puesto a todo trapo. Siestas de invierno sin necesidad de pasar la cortina, las de verano todo tapiado. Siestas como espectadores, sigilosos, de puntillas por respeto al momento sagrado de los durmientes. Dormir cuando no procede, cuando no es hora, cuando la mayor parte de la gente está activa.

Leer El don de la siesta de Miguel Ángel Hernández ha sido regresar a todo eso y repetirme lo que significa. Ninguna cita debo buscar o recordar yo esta vez porque él las pone todas y más. Salgo de la siesta de este cuaderno con muchas notas, con muchos deberes, con mucho aprendizaje. Con el libro subrayado casi en su totalidad. Asintiendo a las lecturas compartidas y anotando otras pendientes y necesarias.

Convirtiéndome en negacionista de la siesta capitalista. ¡No al dormir para producir más! Sí a la siesta para el encuentro con una, la reconciliación con la tranquilidad soterrada por la rutina de la mañana. Sí a ponerse el pijama entre semana, bajar la persiana, cerrar la puerta y hacer que el mundo se pare. Stop. Regalarse la siesta a modo de paréntesis, cueva, búnker donde no pasa nada más que aquello placentero, excitante y suspirante. Abrir la brecha del silencio durante la que no pasa nada fuera. El afuera no existe mientras dormimos. No existimos.

Aceptar la siesta como memoria. Álbum de sentidos. Huella de una casa, de un espacio, de un recuerdo localizado en un mapa. El olor de la siesta en las vacaciones de verano en el Pirineo. Su color a la luz de las cinco de la tarde en los meses gélidos. Las frías y las calientes, las húmedas, las sudorosas. Las de la niñez sin dormir, las de la adolescencia para escapar. Las siestas de enfermedad y de enfermera, las de duelo, las de dicha. Las de descanso, las de amparo, las de enfado. Con sus dones todas.

La siesta de escritura, porque solo lo que se escribe queda. Analizarlas, hacerlas conscientes en sus modalidades. Etiquetarlas para saber su valor y su importancia. Defender su finalidad y su necesidad. “Defender la siesta será entonces defender el cuerpo, el tiempo corporal, pero también el tiempo de las sombras frente a la luz, del individuo centrado en sí mismo, desconectado del exterior, replegado. Más una «solitud» que en una «soledad». El tiempo de la compañía con nosotros mismo.” Gracias por la siesta y la compañía, Miguel Ángel.

2 comentarios:

  1. Apuntat a la llarga llista de desitjos, se m'acumulen les lectures!
    Per mi les migdiades més dolces eren les de petita a l'estiu, quan el ritme frenètic que marcava la collita de la fruita es parava de cop en un parèntesi en el que els petits havíem d'estar en silenci sepulcral per deixar descansar els grans abans no tornessin a posar els tractors en marxa (a casa nostra, un humil motocultor, de fet). Aquella estona, a priori avorrida, en realitat era fantàstica perquè t'obligava a fer volar la imaginació amb el vol d'una mosca. També alleugerien el pes de la calor asfixiant d'aquella hora les lectures d'Enid Blyton. Ains, quins records...

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    1. Si les migdiades estan entre els teus records, has de llegir el llibre, Mònica! A mi també em porta a les meves de nena, de silenci, de respecte, de no moure ni les pestanyes perquè dormien... crec que allà vaig aprendre a escoltar i a posar so al silenci, fins i tot. M'ho van ensenyar les migdiades!!! Gràcies per ser-hi.

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