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lunes, 28 de agosto de 2017

Pan de maíz

El pastor es primordial” – le decía siempre su madre. Mi tía Mercè tiene ahora 90 años recién cumplidos y recuerda la guerra civil y ese frío como si fuera ayer. Recorría cada mañana, justo amanecía el día, los cuatro kilómetros que separan Espui de la Torre de Capdella para ir en busca del pan para el pastor. Imagino a una niña de nueve años, alta y espigada, abrigada hasta las cejas. Caminando, tal vez, entre la nieve al despertar el día. Se llegaba hasta el panadero Felip quien ya tenía preparado ese pan de maíz. Le viene un mal recuerdo en cuanto al sabor, pero asegura que era lo único que llevarse a la boca. Antes era el alimento para el pastor que para ellos. Era esencial que quien cuidaba de sus animales, de aquellos que luego supondrían su supervivencia, fuera esmeradamente atendido.

Pan de maíz. Pan barato de un ingrediente que abundaba a un precio asequible. Se hizo famoso durante la Guerra Civil al igual que el pan negro. Este último elaborado con harina de trigo sin refinar y parte de las pieles de las semillas. Unos panes que recuerdan la miseria, el miedo y los kilómetros empleados en su busca. El tío Quim hace memoria de cómo llegaban hasta Vilanova de la Sal, en principio a por pan negro, pero siempre salían con una remesa de rico pan blanco que les guardaban como el mayor de los secretos. De esa manera mi abuela pudo hincar el diente a la delicia color nieve fuera de las cartillas de racionamiento. Lo cuentan con nostalgia, con los ojos llenos de lágrimas, sin olvidar el frío en el camino ni el sabor del pan. Nunca se borra aquello que cala en los huesos.




Seguro que en esos trayectos iban más que bien abrigados con los calcetines que les tejían. Las cinco agujas debían contonearse sin cesar en todos los hogares. Entonces sí por necesidad, no como ahora. Por eso parece que les honramos con nuestras labores. Recuperando ese cuchicheo al encontrarse una a una para abrazar el hilo. En el silencio que nosotros decidimos y que nadie impone, a la luz que más nos agrada, no a la mínima de una vela como si fuera algo prohibido. No podemos ponernos en su piel, tan solo empatizar con esa mirada de terror, la que regresa junto a sus palabras, y tejer. No lo hacemos para ellos, probablemente, pero sí por esa memoria que no cesa de hilar nuestras madejas.

Así este verano han surgido otro par de calcetines Pairfect Socks de Arne & Carlos. Un 46, como el de un buen pastor, ha vuelto a emerger fruto de la madeja mágica, la que dibuja sola. Abrigarán unos pies que no irán por los montes al cuidado de ovejas, ni deberán caminar bajo la nieve a por el pan. Pero esas historias me han acompañado durante las vueltas del hilo, porque esa guerra sigue presente para esta tejedora en cada una de sus pasadas. Por eso no cesa en sus lecturas sobre la misma, por eso piensa en los pies de esos niños que caminaban en busca del pan de maíz. Se estremece con los relatos de penuria, hambre y cebolla: hielo negro y escarcha grande y redonda, que dijo Miguel Hernández. Y por esa escarcha, esas sopas, esos recorridos, el frío y el miedo; teje que teje. 



lunes, 21 de agosto de 2017

GarGar Festival


Louise Bourgeois decía que los artistas trabajan por una razón que nadie puede realmente traspasar, que tal vez busquen reconstruir alguna cosa de su pasado. Así lo recoge el libro Destruction du père. Recontruction du père. Ecrits e entretiens 1923-2000, como explica Sara Herrera Peralta en Arroz Montevideo. El arte tiene como objetivo reparar el dolor, demostrar la felicidad o el recuerdo; pero siempre tiene intrínseca la representación de la emoción.

Queremos pensar que ese arte urbano que podemos encontrar alrededor del mundo tiene, en su resultado, en su proceso, una intención para el artista. Representa para él una evolución necesaria que debe ser plasmada en una escultura, pintura o la manifestación artística que requiera. Y de la misma manera que para él tiene un significado lo acabará teniendo también para nosotros, los ojos que lo miran. De esa manera se convierte en algo más que una simple representación, es algo que nos habla y, lo más importante, que nos habla de nosotros mismos. Como decía Andy Warhol: “Toda pintura es un hecho: las pinturas están cargadas con su propia presencia” Tienen vida propia, hay que interactuar con ellas. ¡Vivámoslas!




Igual que Bourgeois con sus arañas gigantes, representando a su madre, los artistas urbanos quieren dejar su huella para compartir esa andanza con las gentes. Eso encontramos en Penelles. Este rinconcito rural de la Noguera se rinde ante el pincel y deja que sus calles se llenen de arte. Tras cada esquina hay una sorpresa por descubrir, un mural completamente distinto al anterior. GarGar se trata de un festival que nació hace dos años y que cede su espacio a ilustradores de medio mundo. Ellos escampan su color por las fachadas, no solo para decorar, sino para atraer a la gente y que conozca el porqué de esos dibujos. Parte de su pasado, de su futuro tal vez, queda plasmado e imborrable en esas paredes.

Pasear por allí, mapa en mano, tiene un encanto tan particular que lo convierte en un museo al aire libre. Vas resiguiendo número a número cada una de las obras y no dejas de quedarte boquiabierto. Ya tienen más de cincuenta. Encontrar zorros embaldosados, yunques a través del verde de los campos, ovejas con móvil o gatos en combate de 90 m2. Es imposible no maravillarse. No enamorarse debería estar prohibido. Están empezando ya con los murales del 2018, aún les queda espacio, arte por repartir… y llaman a gritos que os acerquéis a disfrutarlo. Puede que allí encontréis el vuestro, el que os identifica, el que os hace sentir que ha sido creado también para vosotros. Porque no se trata de pintar la vida, se trata de hacer viva la pintura. Paul Cezanne así lo afirmaba y siempre hay que creer a los maestros. 




lunes, 14 de agosto de 2017

Memorias de Oporto (II)

“Subo y bajo incasablemente las orillas del Duero, mi río –porque rocía mi cuna, porque en él se refleja el más bello paisaje que conozco, porque es joven, porque es una realidad y un símbolo portugués, porque es peninsular… Torrente sin gorjeos líricos, espejo regalado a los Narcisos, tormento líquido– no me basta con saberme todo eso de memoria. Necesito comprobarlo siempre que puedo, oyendo gemir a las barcas, sumergiendo mis ojos en sus cascadas lodosas, testimoniando la furia de sus remolinos. Es el regreso inconsciente del poeta al hombre y del hombre a lo que le es elementalmente vital. Al suero, a la hemoglobina, al latido…”

A bordo de un tranvía se llega directamente a un lugar de ensueño en Portugal. El traqueteo de las vías te lleva desde el centro de Oporto al Foz de Douro. La desembocadura del río, allí donde el Duero hace el amor con el Atlántico. Donde la pasión se convierte en la furia de las olas, donde la dulzura se transforma en sal y el agua gime al encuentro de un cuerpo contra el otro. Como decía Torga, no hay suficiente con memorizarlo, hay que llegarse a comprobarlo. Hay que vivir el ímpetu de esa unión porque es como el suero que lo revitaliza a uno, como el latido necesario para seguir. No hay que perderse ese frenesí, el olor a sal, la fuerza de las olas, el viento, el agua en la cara. Nadie se escapa. Sentarse cerca del faro y sentir la humedad en tu piel, como la de los amantes que presencias en silencio. Cómo no llegar hasta ahí…


Tal vez sea ese continuo contemplar el idilio entre su río y el mar el que los ha hecho ser unos románticos. Quizás por ello escriban historias en las fachadas de los edificios religiosos o políticos, sobre baldosas, para dejar constancia de todo lo que ocurra, como hace el Duero. Hay que acercarse a todas esas iglesias y admirar esa azulejería, primero, y el pan de oro interior, después. Oporto está plagada de ellas, todas gratuitas menos una. A esa también debéis ir. La Iglesia de San Francisco oculta bajo su caminar las catacumbas de la ciudad. Impresionante construcción subterránea que narra los siglos del pasado portuense. El resto de templos religiosos se rigen todos por el mismo patrón, exceptuando la Iglesia del Carmen de Coímbra que luce sus azulejos en el interior. ¡Una maravilla!

El origen de estas baldosas en Oporto, a diferencia de Lisboa, fueron sus relaciones con los orientales hacia el S.XVI. Ellos les enseñaron el arte de la tinta y a partir de entonces no pararon de contar historias, a la vez que aprendieron que recubrir sus casas con dicho material las protegía del salitre y del duro viento atlántico. Así se decidieron a decorar sus fachadas y obligarnos a nosotros a alzar la vista a cada paso. Asombrarnos con los colores, con los trazos geométricos, con los destellos en ser sorprendidas por los rayos de sol. ¡Oporto siempre brilla!


El interior de las iglesias contiene el llamado pan de oro. No deja de ser madera recubierta de pintura dorada. Unos trabajos milimétricos y cuidados donde siguen contando historias. La mayor curiosidad es la zona reluciente. Justo al nivel de nuestros ojos reluce cual oro puro, el resto casi en el cielo ya más oscuro. Álex, portugués de origen, nos explicó el porqué. Se debe a que las mujeres portuguesas tradicionalmente eran muy bajitas, encargadas ellas de limpiar solo a la altura que alcanzaban sus manos. Su abuela, ciertamente, mide 1,20m. Curiosidades que hacen vivir el esplendor de manera distinta.

De eso mismo se trata viajar, de la curiosidad. Despertar la intriga y el querer saber más sobre el nuevo suelo que caminamos. Desandar el pasado de esas gentes que habitan las ciudades. Dejarse atrapar por el agua de sus ríos, por sus antepasados, por los destellos de sus casas. Todo ello amenizado por las gaviotas, recordad que es su ciudad.  


lunes, 7 de agosto de 2017

Memorias de Oporto (I)

Día de mar en el viento, día alto
donde mis gestos son gaviotas que se pierden
girando sobre las olas, sobre las nubes.

Sophia de Mello Breyner Andresen. Versión de Diana Bellessi.


Es imposible pasear solo por Oporto. Te acompaña una cantinela de gaviotas que sobrevuelan la ciudad. Gritándote lo que no puedes perderte, guiándote a mirar su cielo azul muy a menudo. Como si te dieran la mano, como si te cantaran antes de acostarte y también al despertar. La ciudad de las gaviotas.

Los que dicen que se ve en dos días deben ser los que tan solo pasan de puntillas. Los que no ven ni las gaviotas porque no les da tiempo a alzar la vista al cielo. Los que no quieren vivir la ciudad portuguesa intensamente. A mí me gusta recorrer las calles de los lugares a los que viajo. Más de una y de dos veces. Poder reconocer así por donde piso, sus portales, la gente de sus tiendas… saber dónde estoy y adonde me dirijo desde allí. Ser una más, aunque no lo sea.

A bordo del autobús 201 se llega al único ejemplar de Art Déco de Portugal. La Casa de Serralves. Sitio que me enamoró, ya esperándolo. Iba predispuesta, sí. Quería ver el edificio modernista y sus jardines. Era uno de mis principales objetivos en tierras lusas y no me defraudó en absoluto. El arquitecto Jacques Gréber supo crear en esa combinación rosa-verde un espacio único. Llegó a manos de Carlos Alberto Cabral en herencia del segundo Conde de Vizela. Líneas redondeadas, puras, susurros suaves como llamándote a acariciar sus paredes. Unos jardines inmensos y repletos de espejos acompañando a los troncos de los árboles. ¡Espejos por todas partes! Imaginar una vida allí, el bajar de esas escaleras, con el suspiro de todo ese agua cayendo sobre piscinas verdes. Y al final de los peldaños… un lago. Fue la paz de Oporto para mí. Pasearme entre espejos, rosas y pajareras de lo más variopintas. Obras de arte moderno recorren sus jardines. Poca aglomeración turística, de la que siempre intenta huir una. Como sentirse Jacques Tati en Mon Oncle, igualito. Saltando de piedrecita en piedrecita como él. Como salida de su película y puesta ahí en una de las piezas. Qué rosa y verde más increíbles. Dejaros solo una foto es un crimen… hice decenas y maravillada sigo mientras las revivo.


Viajar debe suponer eso. Recordar con el tiempo unos sonidos, como el de las gaviotas o los chorros de agua de Serralves; pero también deberemos revivir esas estancias a través de los sabores. Aquellos que nos han impactado volverán a nuestro paladar con los años. Debemos viajar con los cinco sentidos activados, como si fueran el GPS. La repostería de Oporto regresará seguro a mi memoria. Ya sean los pasteles de nata (de Belém), los bolos o las tortas. Delicias caracterizadas por su gran cantidad de huevo. Sorprendida vuelvo por la diferencia con nuestros dulces, por saborear ese ingrediente con tanta intensidad. Lo mejor para ello es sentarse en el Café Majestic. Junto al piano. Música en directo, una bebida caliente, una maravilla azucarada y relax. No dejar de mirar techos, paredes o espejos, estos últimos castigados por los ya casi cien años de existencia. Se dice que J.K. Rowling, en sus años de estancia en la ciudad, se sentaba muchas tardes allí mientras escribía. Páginas de Harry Potter surgieron entre esas paredes, sin extrañarme porque tiene magia. No os perdáis su tranquilidad y… ¡a soñar la Belle Époque!