Se instalaron en esa casa hace más de cuarenta años. Bajaron del
Pirineo, dejando allí cientos de ovejas al cuidado de otro pastor que no era de
los nuestros. Buscaron una casita en el llano junto a los viñedos, donde cabían
los ocho hijos. Pronto solo quedaron los cuatro pequeños, los otros volaron, se
forzaron a ser adultos. Mi madre se quedó, esa fue su casa. Su núcleo, su
centro, su guarida, su cueva junto a mi tío.
Recuerdo mi niñez allí, la visita a mis abuelos y cómo todo
hablaba de mi madre. Y cómo todo hablaba de mí. Las fotos que llenaban el
mueble del comedor, cómo colgaban también dentro de las vitrinas. No cabíamos
todos. Los cojines sobre les camas con imágenes campestres simulando salir de
un cuento troquelado de Ferrándiz. La habitación del fondo donde estaban las
muñecas. El patio lleno de gallinas, mis primeros gatos. El olor, que aún podría
reconocer, tan particular y tan familiar. Todo estaba allí y todo éramos
nosotros. “… las personas somos como cosechas, tandas de cosas que vienen a la
tierra en formas comunes. Cada uno es un grano que se cree especial, pero
compartimos casi todo con los otros” dice Magalí
Etchebarne en Los
mejores días, y por eso digo que todo aquello éramos nosotros, porque cada
grano de los ocho hermanos y de todos sus hijos, junto a los abuelos, llenaba
el aire tras las cortinas de la calle La Ronda.
La casa ya no es nuestra. Salió de la familia, vacía y sola.
Uno solo decidió que no se podía guardar nada, que todo aquello no tenía valor,
que no había memoria ni dolor que pudieran curar ni cuidar esas paredes, ese
olor. Ahora es de otra persona que no tiene nuestro apellido. Otra que la ha
tirado abajo para hacerla suya, para construir su historia lejos de los del
Pirineo.
Monte Palace, Sete Cidades - São Miguel (Azores). Agosto '19.
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Hace unos días Miguel
Ángel Hernández vivía esa demolición en su casa de la huerta y
recordaba un fragmento de su libro El
dolor de los demás: “Pero el mundo no es un museo. A veces las cosas caen
por su propio peso y uno sólo puede ver cómo se desmoronan.” Le entendí a la
perfección con la pena aumentada de no haber podido ver cómo caía la mía. De
no ser partícipe de la demolición, de saber que no volveré a entrar ni a sentir
que todo está allí. Que esa demolición no ha sido solo de ladrillos y cemento,
sino de tres generaciones. Que el mundo no es un museo pero una casa sí es
galería de una herencia, sí es álbum de un apellido. Apellidos que como escribe
Etchebarne “son un
forma de abrazo, un puñado brusco que te une a los otros aunque te resistas”. Y
yo quiero, y necesito, negar esa afirmación, porque el apellido no ha abrazado,
no ha unido, sino que ha derruido el legado que ahora no nos corresponde.
Monte Palace, Sete Cidades - São Miguel (Azores). Agosto '19. |
No he vuelto a acercarme desde que no es nuestro. No quiero ver quién vive ahí, ni el nuevo color de la fachada. No quiero comprobar cómo la puerta está cerrada, cuando siempre estaba abierta y con su llave puesta. No quiero saber que ya no están las cortinas que espero o no hay agua junto al felpudo para los gatos. No quiero verlo porque me hieren lo “putrefacto y virulento de los secretos familiares silenciados” como leía en Quiltras de Arelis Uribe. Esos secretos, esas batallas, esos egos que arrasan todo como un tsunami. Que no importa el apellido ni la sangre. Que no hay hilo rojo, aquí no existe. Que algunos pueden llenar un contenedor con cuarenta años y olvidar sin pensar en el dolor de los demás.
Seguiré recordando los columpios azules, el día que
alquitranaron la carretera y sentí aquel calor despegar del suelo, reviviré la
imagen de mi abuela con el delantal lleno de ositos de gominola esperándome en
la puerta. Me veré caminando con mi vestido y mi pelo más que corto, calle La
Ronda arriba, como princesa del número 15, libre, fuerte, con mi apellido
sobrevolando los hombros recién llegado de los Pirineos. Sin negar, como
escribió Hernández que “el tiempo no
pasa igual por todos los espacios. Algunos se quedan enganchados atrás, sin
posibilidad de moverse hacia delante. Son como agujeros negros de historia, que
lo atraen hacia sí constantemente.” Y yo sé que esa casa siempre estará
volviendo a mí.
"Seguiré recordando los columpios azules, el día que alquitranaron la carretera y sentí aquel calor despegar del suelo, reviviré la imagen de mi abuela con el delantal lleno de ositos de gominola esperándome en la puerta. Me veré caminando con mi vestido y mi pelo más que corto, calle La Ronda arriba, como princesa del número 15, libre, fuerte, con mi apellido sobrevolando los hombros recién llegado de los Pirineos. "
ResponderEliminarRecuerdos así no se borran.
Un abrazo.
Ay, gracias. Suerte tenemos que esas se quedan aquí. Gracias.
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