Como
escribía Bohumil
Hrabal en voz de Hant’a, el protagonista de Una
soledad demasiado ruidosa, “El cielo no es humano y la vida encima y debajo
de mí tampoco lo es”. Una se va dando cuenta de eso a medida que comprueba cómo cada año la vendimia se adelanta un poco más. Como si el grito del
recuerdo se avanzara, como si siguiera el ritmo cambiado de las estaciones,
como si el tiempo creyera realmente que puede olvidarse una.
Cinco años sin él este
septiembre, pero la vendimia se avanza una semana este agosto. Sin él. El pastor
que permutó las ovejas por las uvas. Que dejó atrás el zurrón del monte por el
botijo entre las vides. Que cambió el moreno de su piel debido al sol ardiente
del Pirineo por el del llano en el campo. El cielo no es humano, Hrabal, porque
la tierra que lo tuvo trabajando treinta años se lo tragó.
Pirineo. Sallente, julio '19. |
Leyendo Canto
jo i la muntanya balla, de Irene Solà, reviví el
Pirineo y la familia. Los lazos, las leyendas, les “dones d’aigua”, las
montañas. Me estremecí y me sentí herida y sola. Comprobé todo lo perdido,
pensé en lo que no volverá, y como dijo Idea
Vilariño me di cuenta de cómo ya era alguien a la que poca gente quedaba a quién
preguntar por su niñez. En las páginas de Solà leí definido a mi tío.
“L’Hilari era sempre la mateixa cosa. Era com l’aire del matí, d’hora. Fresc i fi i ple d’idees i possibilitats. Però sempre com l’aire del matí. Mai com l’aire pesat de la tarda. Mai com l’aire gandul del migdia, l’aire blau del vespre o l’aire fosc de la nit.”
Él era así. Siempre dispuesto,
siempre lo mismo, sin sorpresas. Fresco e ingenioso, nunca con un no. Como el
aire de la mañana, el de la primera luz, el madrugador. Cuando murió necesité
adueñarme de cosas materiales que me lo trajeran de nuevo, como si así pudiera
tocarlo. Como dijo Hrabal, “cada objeto amado es el centro del paraíso terrenal”.
Y así me quedé con los libros de registro de las ovejas, las calabazas, el vino
que hacía él mismo en casa, el boj que bajó del monte o el tomillo
que recogió para mí. Pero, y Onetti
tenía razón, todo se va desvaneciendo. El empeño, la perseverancia o la
necesidad se ven atacadas por el temblor del que no está. Del que ya no estará
más.
Este verano he comprobado
como el vino estaba ya picado, el boj es tan solo una raíz en un macetero
enorme que nunca más ha cobijado verde, las calabazas están mohosas y el
tomillo cada vez es más escaso. “De ti solamente queda / aquello que me falta:
/ la huella de tus manos, / desmemoria / (no olvido)” como afirmaba Claudia
González Caparrós en Te
miro como quien asiste a un deshielo. Solo queda aquello que falta. Sus
manos firmes de pastor, de jardinero, de vendimiador experto, de hermano, de
tío; todas esas no están. Solo queda aquello que me falta. Porque el cielo no
es humano y la vida aquí encima sin él y ahí abajo con él no es humana, ni
justa, ni respeta la tibieza del recuerdo cuando pica el vino, quema el boj o
pudre las calabazas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario