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lunes, 13 de abril de 2020

Rendirse a la nostalgia


Llevar a mi sobrina al parque, ahora que ha aprendido a caminar encerrada en casa. Salir a caminar bordeando el río, un conato de correr, pero parando cada tres pasos para grabar a los pájaros o fotografiar el cielo. Llegar a casa de mi madre, olvidadas las llaves como siempre, y subir aunque fuera para discutir. Dar clase con las ventanas abiertas y los treinta pupitres llenos de ilusiones por aprender y compartir. Bajar las escaleras sin dejar un centímetro de barandilla por tocar. Viajar en tren a Barcelona y cargar de libros y de exposiciones la mochila. Salir a comprar tan solo unas naranjas, porque se me antoja un zumo a media tarde, y tardar una hora porque no hay prisa ni presión. Recuperar los brazos que me protegen, que me curan, que me abrigan. Hacer planes, programar caricias, ver las risas en vivo y dejar así de imaginarlas.

Valle de Pineta, septiembre 2018.

Elvira Lindo dice en A corazón abierto que no se rinde nunca a la nostalgia, que se lo transmitió su padre y lucha siempre contra ella. Pero ¿cómo rendirse a no echar de menos todo eso? ¿Cómo desprenderse de las buenas sensaciones que nos generaban todos esos actos cotidianos? El encierro nos invita a hacer lista con todos ellos, a recordarnos cuánto de placentero tenían y que la añoranza de antaño ya nunca será igual a la de ahora. Porque contar los días, si de algo nos sirve, es para dar valor a todo lo que falta. Para hilar, día tras día, un inventario de vivencias necesarias aún mayor.

El señor L, en el cuento Autobiografía mínima de Ana María Moix, decía que “recordar el pasado, revivir instantes, situaciones, sensaciones perdidas; era el único medio de que dispone el ser humano para dar sentido a sus días en esta tierra y llegar a hacerse una idea de quiénes somos.” Una idea de quiénes somos. Seguramente, esos momentos que no olvidamos nos definen y nos forman. Crean aquellos que ahora somos con el temblor incorporado, con la lágrima en el borde, con la mirada melancólica aposentada.

Nos parecemos cada vez a la señora Lanier, del Corazón de natillas de Dorothy Parker. Aquella a la que “ningún ojo viviente, de ser humano, fiera enjaulada o querido animal doméstico había contemplado cuando no estaba melancólica.” Quizá se nos queden los ojos oscurecidos de triste esperanza, como definía la misma Paker, porque los tiernos nunca están a salvo, por muy recta que sea su ruta, por más inocente que sea su destino.

Los tiernos nunca están a salvo, aunque sepan que tras el confinamiento la calle seguirá en el mismo sitio, la rutina se hará nueva, aunque nada de lo que hubiere espere ya. La mirada tardará en recuperar la luminosa briosidad, de la que escribía Moix. Parece que todas las autoras se hayan confabulado estos días en describir la pérdida del brillo en las miradas, como si este se delimitara tan solo a lo que alcanzan nuestros ojos desde la ventana.     

4 comentarios:

  1. Els que veuen mes enllà de tot plegat, senten que hi haura coses que s’hauran perdut, que ja no seran com abans...pero inclús aixi, crec que serem mes feliços conservant aquells instants que ara, els sentim pesar amb una gran magnitud. 😘✨

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    1. Tan de bo tinguis raó i els hi hagi, com nosaltres, capaços de recordar els petits moments que ara també ens fan brillar els ulls. Què bé que hi siguis ;)

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  2. Jo tinc nostalgia també de tot el que no podem fer ara, i Ens Estem perdent

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    1. i no tornarà... però aprendrem a viure-hi... una abraçada!

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