Regreso aquí cuando parece que haya hibernado el mes de octubre, que haya estado escondida parte del otoño. Como si me hubiera engullido esa oscuridad temprana de la tarde, caída como las hojas de los árboles. Caduca y en el suelo. Aparezco de nuevo porque sé que la piel tiene memoria y repetir es profundizar. Así lo leí en Un amor de Sara Mesa, y así lo sabía y había anotado una y mil veces antes. La piel tiene memoria, también la escritura, me digo.
He tenido frío. Parecía que
nada conseguía que me sentara ante el teclado, que la inspiración se había ido.
Tal vez no deseaba ver escrito lo que vivía. Huir, quizá. Intentando ser una
mera espectadora. Escribió Annie
Ernaux en Memoria de chica, “…
esa especie de amor remoto. Es como si la realidad misma mantuviera sus
distancias.” Creer que miramos desde fuera, que nada nos ocurre directamente,
aunque no sea cierto. Exigirnos las distancias ante el miedo.
Atardecer del 28 de octubre de 2020. |
Nos mantenemos en pie sin
la conciencia plena. Estamos irritables, nos enfadamos, discutimos. Nada nos
parece bien y queremos gritarlo. Sin dar explicaciones, eso nunca. Lloramos por
el viento, porque se termina la leche o por si no llega un paquete en la fecha esperada. Pero toda esa desorientación, esa irascibilidad y esa llorera no
son por las cosas livianas, no. Lo que nos roba la conciencia es el terror, la
pena y la añoranza. En el último poemario de Natalia
Litvinova, La
nostalgia es un sello ardiente, dice algo como que su árbol genealógico es
un árbol podado. Estamos un poco así, desmembrados, podados. Faltos de una
parte del todo que nos deja en el aire, sin poder escribir nada. Sin poder tan siquiera pensar nada.
Avanzamos por inercia. Trabajamos,
hacemos la compra, respondemos correos, preparamos exámenes, asistimos a
reuniones online; pero no somos nosotros del todo. Una parte flota y espera la
vieja normalidad. Una parte aprieta los ojos y se dice que todo volverá a la
tranquilidad de antaño cuando podíamos abrazar, cuando no había horarios ni
prohibiciones, cuando podíamos viajar y volar hasta los nuestros. Una parte se
miente. Y entonces recordamos el final de "Lo que se
pierde" de Leila
Guerriero. “Y recuerdo aquel verso de Arnaldo Calveyra: “¿Y sabes? No supe
que estaba triste hasta que me pidieron que cantara.” No es verdad que todo
permanezca dentro de nosotros. Hay cosas que se pierden para siempre. Hay, en
el coraje de saberlo, una belleza helada. Aunque hunda un dedo en tu corazón y
te lo rompa en pedazos”. No me pidáis que cante.
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