Cielo, 26 de diciembre de 2020. |
A solas nos rendimos, Leila. No en las fotos en las que sonreímos. Tampoco en los zooms, en los meets de trabajo durante estos 290 días. Reuniones en las que nos hemos vestido a medias y hemos sobrevivido a medias. Apagando la cámara para llorar, para respirar o suspirar profundamente y así seguir mintiendo. Que se puede trabajar, que se puede llamar cada día a la familia y asentir que estamos bien, que no se para.
Continuar como si nada. “Comer con culpa es comer sin
hambre, por pura necesidad, y masticar lento, con rabia, y tragar pensando que
hay otros que ya no tragan, ni sienten hambre, aunque estén ahí, al lado del
arroyo”. Igual. Mariana Travacio lo definió en Como si
existiese el perdón sin saberlo. Comer sin hambre. Seguir sin ganas, sin
fuerzas, sin alma. Arrastrar los pies pero ser efectiva, hacer la compra y
pagar las facturas. Tragar pensando que hay que ya no tragan. Que los hay que
nos han abandonado, que han descubierto que no les hacemos falta. Necesitaban una
pandemia. No sentir hambre pero darse de comer.
Obligarse a la falta de afecto. Dar las gracias con los
ojos. No recibir abrazos cuando una se derrumba. Convertir el desapego en un
hábito. “El tiempo es el castigo” que decía Sara Mesa en Un
amor. Contar los días, ver pasar los meses, acumular desencuentros,
desencantos y momentos no vividos. Ese es el verdadero álbum de este año, el de
lo no vivido. Los no abrazos, los no besos, las no visitas, las no sorpresas,
los no viajes, las no caricias. El castigo. Y mientras seguimos fingiendo que no
nos rendimos.
Tal vez por eso uno de mis libros de este 2020 sea el western de Travacio. Porque sigo en la carreta. Atravieso la llanura y tropiezo con las piedras. Me zarandea y siento los golpes en las costillas, el dolor de cabeza y la falta de aliento. El propósito es llegar al año nuevo, con la cara llenita de polvo y las manos heridas, pero llegar. Saber que al otro lado del arroyo sigue lo que ansiamos, que no es un espejismo, que nos está esperando y que volverá a convertir en rutina el tacto y el cariño, aunque estemos rendidas y cubiertas de tierra.
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